La China de las mascarillas
Me interesan una barbaridad la historia y las costumbres chinas. El motivo no son las mascarillas corruptas del Gobierno español, ni es una cuestión poética, ni tiene una justificación profesional. Es tan simple como que mi marido ha mutado a una prestigiosa empresa de esta nacionalidad, y estamos todos en casa entre lágrimas de risa y caras de sorpresa por las cosas que nos cuenta. La distancia cultural es impresionante, la forma de entender la vida, el trabajo, el respeto, el descanso, el ahorro, etc.
Prácticamente, todo lo hacen de una manera diferente a la nuestra. Lo único que compartimos por completo con los ejecutivos chinos es que nos gusta el buen jamón serrano y la manzanilla muy fría.
De aquel chino que veíamos detrás del mostrador del Todo a 100 a finales del siglo XX al chino de las BRICS (Brasil, Rusia, India, China y Suráfrica) -países emergentes que van configurando el mundo actual- hay un abismo que ha crecido al galope, y que no nos deja en muy buena posición. China es un islote de civilización con una de las culturas más antiguas del mundo, original, fuerte, refinada y autónoma. El chino tiene una vitalidad física extraordinaria que le hace soportar los excesos del trabajo, así como un total dominio de sí mismo, pues, en esa masa humana en la que habitan, las naturalezas débiles son incapaces de sobrevivir. Es un ser menos individualista, con un espíritu positivo y razonador, que con frecuencia va unido a una cierta sequedad espiritual.
Las características geofísicas de China -rodeada por una inmensa naturaleza tropical y dominante- ayudan a comprender la filosofía de sus habitantes, fundada en el orden universal y en la prudencia. Se cede cuando es necesario. En el arte chino auténtico hay una severidad, una simplicidad emocionante. No hay detalle superfluo, todo es esencial: pureza de línea y de color. El blanco es luto; el rojo es compromiso. Su modelo laboral es el que está estableciendo el arbitraje global del trabajo, de ahí la importancia que le doy a comprender su esencia y los mecanismos de pensamiento que nos diferencian. Su liderazgo se asienta sobre su potencia económica, que está capitaneando la comunidad del Pacífico, como contrapunto de la vieja comunidad atlántica, que comenzó entre Europa y Estados Unidos tras el Tratado de Versalles. Su cambio de modelo económico comenzó en 1978, con las reformas de Deng Xiaoping, bajo el lema «el desarrollo es el principio absoluto».
La receta del éxito de China está basada en la combinación de intervención estatal e iniciativa privada, en su fuerte componente nacionalista y en el aprovechamiento de una cultura política milenaria, basada en el sinocentrismo, la convicción de pertenecer a una civilización superior. Aquello que se veía como el peligro amarillo es ya una realidad. Los centros comerciales más lujosos del planeta se han abierto para el consumidor chino. Éste es capaz de detectar cualquier fallito en una prenda o en un bolso, soltando con desprecio «un esto que se venda en París», dando por supuesto que el europeo ni conoce ni exige la perfección. No en balde las mascarillas defectuosas nos las encasquetaron, con el beneplácito de Francina y compañía.
El espíritu de sacrificio del chino lo llevamos viendo desde hace años a través de esos comercios que ya he señalado que no cierran nunca y en los que, milagrosamente, hay de todo («En un chino hay de tó»). En apenas dos décadas han girado las tornas. Ahora un chino de 28 años da órdenes a profesionales de primera fila españoles de 50, con pocas palabras, con menos gestos. La percepción de lejanía que aún tenemos se está acortando. El mar de China se está convirtiendo en el centro del mundo. Es el principal socio comercial de los países latinoamericanos. Mientras en Europa nos seguimos mirando el ombligo, el poder se vuelve mandarín, mandarín. Les seguiré contando, porque me toca hacerles de anfitriona (consorte) en la inminente Feria de Abril. Me vestiré de amarillo, por eso del humor, y por lo que pueda pasar.
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