‘Deus caritas est’, la encíclica que convirtió a Benedicto XVI en un revolucionario

Benedicto XVI encíclicas
Benedicto XVI en la Plaza de San Pedro (Getty Images: Franco Origlia)

«‘Dios es amor, y quien permanece en el amor permanece en Dios y Dios en él’ (1 Jn 4, 16). Estas palabras expresan con claridad meridiana el corazón de la fe cristiana: la imagen cristiana de Dios y también la consiguiente imagen del hombre y de su camino. Hemos creído en el amor de Dios: así puede expresar el cristiano la opción fundamental de su vida. No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva». Así empieza uno de los libros más importantes de la primera década del siglo XXI a mi entender: Deus caritas est. La encíclica (del 25 de diciembre de 2005) del Papa Benedicto XVI guarda un mensaje revolucionario. En la sencillez, la discreción y la visión profética que caracteriza a este hombre de fe se encuentra el antídoto contra una serie de malentendidos que impregnan ideológicamente nuestro siglo XXI.

El primer malentendido prejuicioso que consiste en pensar que la Iglesia rechaza el eros como algo morboso, excesivamente carnal y despreciable para el hombre de espíritu católico. La rehabilitación del concepto de eros ya había comenzado en Juan Pablo II tratando de superar el lastre platónico que degradaba la carne como algo pecaminoso o inferior al espíritu. El énfasis excesivo depositado en el ágape (amor de entrega sin condiciones: caritas) cargó demasiado las tintas en el aspecto espiritualista del amor, que abundaba en las interpretaciones católicas y luteranas, de los siglos precedentes. La relación del eros con el deseo liberado venía de lejos en la tradición psicoanalítica, ​y el Papa vio la necesidad de sanearlo al mismo tiempo que reivindicarlo, intuyendo la importancia cultural que estaba tomando. Su gran preocupación teológica era cómo educar el deseo, para que no absorbiese totalmente la voluntad sexual de realizarse con la búsqueda del placer y que este aspirase a su plenitud. La reconciliación entre eros y ágape, unidos en el ser humano, realizan la verdadera esencia del amor.

El segundo malentendido venía de la tradición atea, anticristiana, de origen nietzscheano totalmente arraigada en la cultura después de las sucesivas interpretaciones existencialistas, psicoanalíticas y nihilistas de Sartre, Lacan y Foucault, entre muchos otros. Para Nietzsche, el cristianismo había convertido a Eros en veneno del alma, en vicio. Benedicto XVI trata de salvar ese escollo, aunque parezca derivarse de cierta forma histórica cultural de malentender la moral cristiana, afirmando la bondad de todo lo creado.

Ambos lastres son puestos en cuestión por esta encíclica profética. El amor conyugal reconcilia ambos aspectos inseparables. En la actualidad, la tendencia a espiritualizar el amor, olvidándose del eros, tiene sus consecuencias en el abuso de la pornografía, en la inextricable relación entre sexo y mero placer, la banalización de lo carnal y la devaluación del amor, en el descenso de la natalidad, en la inseguridad afectiva, en la falta de compromiso con la pareja y la prole que pone en riesgo la propia subsistencia de la humanidad y en los derivados histriónicos de la ideología de género.

Y el tercer malentendido es sobre la propia existencia o misión de la Iglesia. En la segunda parte, la encíclica se enfoca en defender el entuerto de la reducción de la misión de la Iglesia a la función de una ONG. Si su misión es la extensión del amor en el mundo, de la universalización de la caridad, esta tiene que tomar en serio la triple dimensión del amor-caritas: anunciar la esperanza (que será otro de los temas desarrollados por él en Spe salvi) mediante la evangelización, la proclamación del Kerigma (la Palabra de Dios que anuncia la muerte y resurrección de Jesucristo vencedor de la muerte), la celebración de los sacramentos que realizan lo que prometen en sus ritos respectivos (la liturgia), y la diaconía de la caridad. Con una particularidad, de nuevo profética y que retomará su sucesor en Amoris Laetetia: la Iglesia no puede aceptar ser marginada en la lucha por la Justicia, pero no puede quedarse solo en los márgenes que le marca la acción política. Su tarea es el servicio del amor-ágape que implica también la búsqueda de la verdad (a lo que responde su otra maravillosa encíclica Caritas in Veritate).

Otro de los grandes malentendidos derivados del pensamiento ilustrado es que la fe y la razón están enfrentadas de manera irreconciliable. Su aportación es la encíclica que firmó su predecesor san Juan Pablo II, Fides et ratio, que sentó las bases de su conciliación y que luego él afianzó con la idea de «razón ampliada». El universo sólo es comprensible con el concurso de todas las disciplinas que el hombre integra con su inteligencia y su sensibilidad, no sólo con aquellas meramente positivistas y empiristas.

Por último, su gran intuición, es que la misión de la Iglesia, para un futuro en el que será minoritaria, no puede ser solo acometida por una teología en diálogo con el conocimiento científico o adaptándose al pensamiento mundano, sino que necesita modelos de santidad dignos de ser imitados, mártires, es decir, testigos de aquello que se predica. «Y con esto hemos llegado al punto decisivo: solo quien se da a sí mismo crea futuro. Quien solo quiere enseñar, quien solo desea cambiar al otro, permanece estéril», nos dice en su Jesús de Nazaret, de 2007.

Por todo esto podemos decir que este hombre ha sido profeta y testigo de aquello que predicaba y por eso mismo modelo para otros hombres que en el futuro anhelarán el encuentro con Jesucristo. Desde la aparición de su Introducción al cristianismo, (un libro que nunca pasará de moda) no ha hecho otra cosa que ser coherente con lo que creía.

* Ángel Barahona es director de Formación Humanística de la Universidad Francisco de Vitoria.

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