El BCE y las buenas familias

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La izquierda ha tenido siempre una mala relación con los organismos independientes. Los ha creado o mantenido porque no tenía más remedio, y porque cualquier intento de suprimirlos habría supuesto un escándalo inadmisible dentro de la Unión Europea y formando parte de la comunidad internacional de países desarrollados. Jamás han sido de su agrado porque todos adolecen de lo que ella llama déficit democrático, y en efecto así es: no son votados en las urnas. Pero precisamente para eso fueron creados, para que hicieran de contrapeso del poder político y así evitar o corregir los eventuales desmanes de gobernantes que sólo piensan en gastar cada vez más para colmar hasta las pretensiones más ridículas de unos votantes malacostumbrados y adictos a la asistencia estatal.

Gracias a Dios, la vida no empieza ni acaba en la democracia, y por eso resisten algunas instituciones legendarias como la familia, que cuando en los tiempos confusos del momento pasan a regirse por parámetros democráticos, acaban siendo desestructuradas, o están abocadas a su disgregación después de haber criado unos hijos caprichosos, acostumbrados a subvertir la autoridad paterna y destinados a comportarse el resto de su vida como unos perfectos inútiles incapaces de superar los abundantes contratiempos de la existencia.

Afortunadamente, el Banco Central Europeo ha nacido para comportarse como una familia convencional de las buenas, dispuesto a honrar los principios fundacionales para los que fue creado, que son los de controlar la inflación y asegurar el buen estado de las entidades financieras que vigila y supervisa. Como pasa hasta en las mejores familias, a veces desatiende su cometido, y hay que reconocer que en la última década lo ha hecho con frecuencia e intensidad, inundando de liquidez el mercado con la noble pretensión de combatir las sucesivas crisis padecidas y prestando asistencia a los Gobiernos manirrotos como el de Sánchez, que han aprovechado el manguerazo para cometer todo tipo de desmanes. Y esto lo ha hecho el BCE despreciando la sabiduría convencional en gran parte lacrada por el insigne premio Nobel Milton Friedman, que hace ya muchos años se encargó de demostrar que la inflación es un fenómeno monetario que se produce cuando el dinero en circulación excede a la producción.

Todo esto ha cambiado repentinamente, en concreto desde junio del año pasado, cuando se comprobó que los niveles de inflación se habían convertido en muy peligrosos, y que había que detenerla con todo el arsenal a mano. Pero éste no es otro que la subida de los tipos de interés, que han pasado del 0% de mediados de 2022 al 3,5% en que se han situado desde la semana pasada, cuando el BCE volvió a subir las tasas sin contemplaciones ante la evidencia de que la inflación sigue mostrando una fuerte resistencia a ceder. Este postrer movimiento del banco central ha desatado agrias críticas de los analistas e intelectuales de izquierdas, que, aprovechando la crisis desatada en un par de bancos pequeños de Estados Unidos y luego la caída en barrena en Europa del Credit Suisse, con el consiguiente efecto arrastre sobre las cotizaciones bursátiles de buena parte de la banca europea, demandaban a la autoridad monetaria enfriar la situación, detener las subidas de tipos de interés y dar un alivio a las familias y a las empresas más endeudadas.

Por fortuna, los ruegos de las plañideras no han sido atendidos, y la institución de Fráncfort se ha mantenido fiel a sus principios, aquellos que mancilló en el pasado durante demasiado tiempo. Y ha hecho bien. Hay que seguir causando el dolor que haga falta a corto plazo para reprimir niveles de precios que siguen por encima del 8% en la zona euro, muy alejados del objetivo del 2% que marcan los estatutos de la Unión Europea que dieron lugar a la creación de la institución. La gente no acaba de entender que hay que acabar de una vez por todas con la inflación, que distorsiona todas las decisiones de inversión y, por tanto, de creación de empleo. La economía sólo puede crecer y prosperar en un marco lo más permanente posible de estabilidad de precios, igual que es preciso devolver al dinero el grado natural de remuneración que precisa para no incentivar la acumulación de deuda o promover inversiones arriesgadas dando lugar a burbujas que al final acaban por explotar como la del Silicon Valley Bank.

Por eso el BCE ha hecho muy bien ahuyentando a las execrables palomas que exhiben pretextos en favor de los pobres cuando son estos los más perjudicados por la dentellada mortífera de unos precios sin control. Si hubiese decidido lo contrario, habría transmitido la sensación de que cedía ante la presión de los mercados, sobre todo de los más adictos a la especulación con los tipos de interés, y habría transmitido una inquietante señal de preocupación sobre el estado de salud de la banca europea, que hasta el momento muestra unos fundamentales sólidos, está generalmente bien capitalizada e igualmente aprovisionada. Satisfacer el pensamiento blando o líquido del progre convencional habría sido letal.

Naturalmente, jugar fuerte con los tipos de interés entraña unas exigencias rigurosas. Contraer la economía para dominar los precios producirá con toda seguridad más dificultades para las empresas y los hogares -aunque sea obligado que acomoden su comportamiento al empobrecimiento general en que todos hemos incurrido-, y provocará un aumento más pronto que tarde de los índices de morosidad y de los fallidos. Será necesario en esta tesitura que el BCE apure al máximo su labor de supervisión para evitar tropiezos o sustos en las entidades financieras españolas y europeas. Hay que aspirar a toda costa a que las empresas y los particulares se adapten a la nueva situación, como hacen las buenas familias, sobre todo las numerosas, con un presupuesto exiguo y una prole abundante a la que hay que alimentar todos los días, explotando al máximo la contabilidad creativa.

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