Absurdos históricos, galimatías magnífico

Absurdos históricos, galimatías magnífico
Absurdos históricos, galimatías magnífico

Dos hermanos desayunan temprano antes de ir al colegio. Darío come con la boca abierta, no se la limpia; sin peinar, eructa cuando le place. Su madre está desesperada con él. Le riñe permanentemente. Su hermano Pepe lleva la raya milimétricamente hecha, relucen sus zapatos, su manera de coger la taza de leche es impecable, da las gracias antes de levantarse para ir a lavarse los dientes. La progenitora sonríe orgullosa y le besa en la frente. Ambos se van hacia la escuela. Uno lleva los calcetines sin una arruga, el otro los lleva apelmazados en los tobillos y no piensa agacharse para levantarlos.

Pepe avanza en su adolescencia manteniendo intactas sus cualidades. Es ordenado, metódico, honesto, limpio de modos y de formas. Su hermano es solitario, triste, agrio, antipático y siempre está de mal humor. Con el tiempo, el primero estudia Derecho y aprueba unas oposiciones, se casa y forma una familia modélica. Se acomoda en esa consecución de sus ideales. Su foto de familia es, simplemente, perfecta. Del despacho a la butaca, a la espera de la llamada para la cena, y los fines de semana disfrutando del ocio acorde a su clase son todas sus habilidades y lo que espera de la vida. Aun así, empujado por su mujer -bastante más ambiciosa- comienza una brillante carrera política. Empieza a aparecer en las portadas de los periódicos. Es, sin duda, la imagen del éxito.

Mientras todo esto sucede, Darío se encierra en sus frustraciones. Sufre mucho en silencio por saberse incapaz de brillar como su hermano. Está enfadado con lo que ve, todo le parece ridículo, incluido él mismo. Estos sinsabores, sin embargo, le hacen despertar una búsqueda incesante de algo más, algo a lo que agarrarse para no morir en aquel escenario, que era su propia vida. Se refugia en determinados libros y en las tabernas. Fuma porros hasta el delirio, va conociendo todas las camas de la comarca, hace sufrir y sufre sin piedad. Pero nada de aquello está siendo en balde, poco a poco se va haciendo un magnífico delincuente.

Los ventanales de la encantadora villa en la que habitaban Pepe y su familia, velados por unos delicados visillos, se van oxidando por el aire indolente. Pasa el tiempo y él se acomoda en exceso, se relaja torpemente. Sus ambiciones comienzan a brillar por su ausencia. Su madurez se estanca en aquella treintena en la que tanto había resplandecido. Sus niños de anuncio, su elegante mujer, sus propiedades y su confort asegurado le hacen desarrollar una especie de ceguera respecto a lo que sucede más allá de aquellos ventanales. Vive encerrado en una realidad casi fantasiosa.

Darío, cansado de ser la sombra del bien, decide aprovechar un desliz de su hermano para vengar aquella infancia infame que siente que vivió. Él, que ha cometido prácticamente todos los delitos posibles, con la capacidad innata de pasar desapercibido, observa la torpeza ascendente del que considera su enemigo. Un desliz minúsculo, casi absurdo, incomparable con todas sus atrocidades; pero un desliz que pone sobre el tapete y hace caer la cabeza de su hermano, el de la raya impecable, el del beso en la frente. Su objetivo, en efecto, es un gran proyecto que aspira a cambiar la vida social y moral del país. La radicalidad y la escasa sensibilidad democrática aspiran de forma personalísima al podio de la nación. La madre España llora sin parar: “Pepe, mi vida, deja de ser un lirismo declamatorio”.

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