Todos mis amigos visitaron a Francisco

La muerte del santo Padre me ha revelado una parte de la historia que no conocía y de la que en cierto modo me avergüenzo, o algunos nos avergonzamos. No alcanzamos a conocer la enorme popularidad de este hombre sencillo aparentemente, que predicando la pobreza por el mundo, ha cautivado a los más ricos. Sabía que muchos de mis amigos más queridos le habían visitado en Roma y me habían hablado de su emoción al poder saludar a Sumo Pontífice, pero en mi mente siempre existía una duda, si de verdad se veneraba la figura o la acciones del Pontífice, o simplemente era una experiencia más que poder contar, incluso criticar.
Estos días siento no haber acompañado a alguno de ellos, sin embargo, recuerdo con emoción la primera vez que lo vi en la Plaza de San Pedro para la bendición Urbi et Orbi de los domingos. Habíamos visitado el Vaticano durante varios días, sí varios días, porque verlo se puede hacer en unas horas, disfrutarlo necesita de días, meses, incluso años. Durante esa visita nos pasaron cosas fascinantes que sólo los que somos creyentes integramos con normalidad de milagro, historias tan personales que me las reservo.
El caso es que no podíamos dejar de sentir cada espacio, cada obra de arte, cada pasillo, cada escalera, y por fin la Capilla Sixtina, que veíamos por primera vez pues llevaba años restaurándose. El impacto fue brutal, maravillosamente brutal. Además, la vimos a solas, sentados en los bancos laterales que se utilizan estos días ya para reunir a los tecnócratas que preparan el cónclave que ha de darnos un nuevo sucesor de Pedro. Y de repente apareció el sacerdote que siempre acompaña a Su Santidad, un hombre pequeñito, negro, con las hechuras de África central y el corazón y la mirada dulce. Al día siguiente vimos a Francisco, en la Plaza, rodeados de monjas, de banderas de muchos países hispanos y de mucho jolgorio y alegría.
En ese momento sentí por primera vez que estaba en el centro de mi mundo, que mis piernas cansadas de tantos paseos romanos de repente levitaban y que mi corazón se henchía de alegría, una totalmente irreconocible. Éramos los que estábamos, ciudadanos del mundo entero, de todas las razas y condiciones posibles y, sin embargo, había una unidad, una hermandad, que en un suspiro nos había contagiado a todos. Desde que comenzaron los primeros aplausos y los primeros cánticos adornados por el agitar de banderas y pancartas con mensajes a Francisco, esa enorme masa de gente que éramos llegó a un éxtasis espiritual difícil de explicar, aunque estoy seguro de que la ciencia tiene explicación para todo. No era el tipo de energía que se genera antes de un concierto de rock, pero era muy parecida, ciertamente, si no fuera por algo que llamamos fe, que se manifiesta de la forma más inesperada o cuando es más necesaria.
Salió Francisco a la ventana y comenzó a hablarnos, a saludar a los de aquí y a los de allá y la plaza devino en el escenario de una gran fiesta del amor fraterno. Había un sentimiento, y así lo sentí, de hermanamiento total que convertía ese lugar en el centro de los universos. Allí sentí de verdad a Dios hablándome al oído y me sentí muy feliz de haberlo sentido. Lo más curioso es lo que pasó después. Su Santidad se despidió humildemente con un Non dimenticare di pregare per me. No dejéis de rezar por mí. Hacía no mucho que había sido elevado al trono de San Pedro y en esas palabras había tanta verdad que mis ojos se llenaron de lágrimas, de compasión y de alegría por la experiencia vívidamente inesperada que me había regalado el destino frente a ese hombre lejano por la distancia y cercano, tanto que te llegaba al alma cada una de sus frases.
No saben lo difícil que es explicarles una experiencia como ésta en la que se mezclan tantos estereotipos y banales pudores. Lloré a mares, tanto que mi acompañante cada vez se alejaba más de mí, por pudor seguramente, y porque las lágrimas duelen aunque sean de alegría. Me recuperé, obviamente, pero ya nunca fui el mismo. Supe que cada vez que volviera a Roma, porque a Roma siempre se regresa, iría a ver al Papa y he cumplido. La última vez acudí acompañando a mi hermana Àngels, creyente y practicante, y la alegría fue aún mayor, aunque más contenida. Ahí los dos hermanos escuchamos agarrados de brazos y manos, nos besamos y también cantamos junto a las monjas Sor Citroën de todos los colores. Y vivimos una nueva experiencia que también nos cambió a ambos para siempre. Roma te cambia siempre para bien. Después nos fuimos a celebrarlo con un almuerzo en el Hotel de Russie y dimos gracias.
Les he contado estas anécdotas vaticanas porque el corazón me lo pedía y porque quiero compartir las visitas de mis amigos, tan distintos y tan iguales, y todos ellos habitantes de una parte del mundo. Mayte Spínola, mujer de fe, fue a verle desde Madrid y fíjense en su cara. Guillermo Giammona y Omar Hernández desde Nueva York, llevando con ellos toda la modernidad y la vanguardia de la cultura y la sociedad más privilegiada de hoy. Y qué decir de los Plessi, Fabrizzio y Carla, en esa foto tan significativa en la que el Papa dijo que el arte ayudaba a elevar el alma. Fíjense qué elegancia en las tres imágenes, en la luz, en la felicidad de los rostros y me verán a mí frente a Pedro.
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