Mi cisne negro

Mi cisne negro

Mi cisne negro puede sonar para los no iniciados a insulto, a drama, a rareza, que lo es. Sin embargo, los cisnes de plumaje oscuro son los mas bellos de todos y los que tienen ente los suyos, su sociedad, más mando. Cuando ves una bandada de cisnes en los fríos lagos centroeuropeos quien lidera la bandada es uno de ellos, precisamente por el poder que ejerce su color sobre los demás. Un color que desde el nacimiento le marca para toda la vida.

El cisne negro, mi gran cisne, es fuerte, exquisita y extremadamente sensible. Es una dama, de eso no hay duda, pero como las de su género, batalla bajo el agua para mantenerse en pie, erguida y desafiante, sabedora de que su diferencia, lejos de hacer daño a los suyos, ha proporcionado mucha felicidad gracias a una lealtad inquebrantable. Pocos conocen de cerca a mi admirada Marta Gayá, la mal llamada decoradora mallorquina, pero un servidor ha sido habitual en su entorno durante muchos años, cuando la amistad para mí era sagrada y, sin ser amigos íntimos, algo que escribo para desmentir a todas esas televisiones que me presentan como tal, sí me atacó precisamente, como hacen mis animales favoritos, de cara, violentamente, y con el afán seguro de que yo reculara.

Había publicado una foto que en aquel momento no le gustó. Fue precisamente en la celebración de un cumpleaños. Los anfitriones eran los mismos que esta semana pasada la han mostrado en sus redes sociales disfrutando de una cena de cumpleaños en Gstaad. Marta disfruta de una casa bonita pero no lujosa, alejada del núcleo duro de la población que más vips acoge por metro cuadrado. Ese círculo de leales la ayudan para que el relajo sea completo y que su vida real pase inadvertida. Marta no es una mala mujer, ni una persona que haya hecho de la ambición el centro de su vida. No presume de lujos, ni ha buscado más allá de lo que la vida le ha puesto por delante saltando obstáculos o grietas en las que muchas han caído con demasiada facilidad.

Quizás sea su educación, recibida en una buena familia, y cuando tener posibles era privilegio de unos pocos, en una Mallorca que se abría al turismo con enorme elegancia, puesto que las buenas maneras se valoraban más que hoy y abrían puertas que parecían cerradas. Marta es educada, distante al principio, pero cuando se relaja es la más divertida, eso cuentan los que han viajado con ella, generalmente más jóvenes, pero con menos energía y, por qué no decirlo, menos belleza. Esa belleza mítica que posee no ha sido adquirida gracias al bisturí, siempre ha conservado la misma cara, la misma expresión y una silueta que no varía con el paso de los años, que va cumpliendo sin inmutarse.

Todo se debe a una genética privilegiada y a una disciplina espartana que le permite ser casi perfecta. No hay que fiarse de la perfección prometida. Esté donde esté, cuando suenan las doce, cual Cenicienta, se levanta y discreta pero cariñosamente se despide de sus invitados. Es también una muy buena anfitriona, sirve a sus invitados un buen vino de Rioja con sus iniciales grabadas en oro en la etiqueta de las botellas, y poco más, buena comida, siempre ligera, y una barra de bar en su apartamento de Ca’n Barberá, barra que fue uno de sus caprichos de hace unos años y de la que presumía muy feliz y eso que no es nada del otro mundo. Pero la hacía feliz.

Su vida acomodada pero no lujosa en extremo, es muy parecida a la de sus amigas más cercanas. Señoras con poder adquisitivo elevado acostumbradas a no tirar el dinero, aunque eso no significa que sean tacañas, simplemente son de una época en la que el dinero valía dinero, y conservarlo era una obligación.

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