Atrevida versión de L’Orfeo con resultados memorables en el Teatre Principal
La obra de Claudio Monteverdi, representada por primera vez en Mallorca, ha abierto la XXXVII Temporada d’Òpera
El 30 de septiembre de 2016 se estrenó L’Orfeo en la Ópera de Dijon y es a partir de aquel montaje que se construye la producción del Teatre Principal de Palma que los días 21 y 23 de octubre estrena la XXXVII Temporada d’Òpera y con una particularidad importante: no hay indicios de que previamente se haya representado en la isla esta primera ópera escrita por Claudio Monteverdi, estrenada en los carnavales de Mantua el año 1607. Hace 415 años.
Se han escuchado fragmentos en versión concierto y no alcanzo a recordar si la Capella Reial de Catalunya, con Jordi Savall a la cabeza, ha acercado a Mallorca algo parecido a una escenificación solvente. Sé que la tiene.
El Teatre Principal de Palma ha hecho una fuerte apuesta al programar el mito de Orfeo y Eurídice poniendo a dialogar unos trazos escénicos rabiosamente contemporáneos y una partitura encuadrable en el prebarroco, lo que en cierta manera viene a complicar un poquito más el reto, puesto que las voces protagonistas deben ajustar el limitado recurso expresivo del canto barroco –adelantando en varios siglos al bel canto- a la explosiva concurrencia de emociones interpretadas, y representadas, desde el presente.
Cierto que en lo musical había garantías, contándose en el foso con la batuta de Federico Maria Sardelli (físicamente todo él barroco) y el refuerzo de la Orquestra Simfònica Illes Balears (OSIB) con instrumentos historicistas. Sardelli es el fundador de la orquesta barroca Modo Antiquo y es notable su contribución al renacimiento de Vivaldi los últimos años.
Otra garantía sin duda lo era el barítono italiano Mauro Borgioni, a quien se confía el papel protagonista de Orfeo. Borgioni es experto en el repertorio barroco y por cierto durante un tiempo estuvo integrado en la Capella Reial de Catalunya, la gran empresa de Savall. Fue el triunfador de la noche. Un público enfervorizado le cogió por sorpresa.
La idea de ambientarse en el presente este mito de la Grecia Antigua tenía por objeto aligerar en la medida de lo posible las servidumbres derivadas, y qué mejor, sino llevar esta historia de amor, probablemente la más antigua, a una habitación de hotel, pongamos el Chelsea, y convertir a Orfeo en una estrella del rock. Lo cierto es que la espectacular puesta en escena lleva al límite la capacidad del espectador de entrar adecuadamente en la historia.
Pese a ello Orfeo sigue siendo el hijo del dios Apolo y de la musa Calíope, al tiempo que el argumento –fiel al mito original-, pese a transformarle en roquero, no deja de continuar siendo el símbolo de la fuerza y el vigor de la elocuencia y es precisamente su arte de orador el que enamora a Eurídice.
Donde digo orador, puede interpretarse igualmente por ser conocido porque con su lira era capaz de tocar maravillosas melodías, nunca antes conocidas por el ser humano, que en el original es lo que enamora a Eurídice. Borgioni borda, sublime, su papel.
El mito de Orfeo y Eurídice es lo suficientemente atractivo como para que a través del tiempo haya sido visitado por grandes nombres de la música, la ópera y el ballet, así ocurrió con el Orphée (1993) de Philip Glass, Orfeo y los infiernos (1858) de Jacques Offenbach, incluso Igor Stravinsky con el ballet Orpheus (1948). También Carl Orff se sintió tentado la primera mitad del siglo pasado, aunque en su caso para una nueva orquestación de la partitura original de Claudio Monteverdi que ha sido regularmente utilizada en las versiones para concierto.
Hablemos de la puesta en escena. Su autor es Yves Lenoir, que nos había visitado en marzo de 2020, justo antes del confinamiento, para montar la Carmen de Calixto Bieito. Es probable que a partir de entonces se estableciera el contacto que ha llevado a la versión, revisada, que ha producido el Teatre Principal de Palma. Es él quien apuesta por una escenografía diseñada por Céline Perrigon hasta su concreción en la habitación de un hotel tan emblemático como el Chelsea de Nueva York, mítico lugar visitado por músicos, artistas e intelectuales, donde los excesos eran una constante hasta el extremo de que Arthur Miller dijera que “este hotel no es parte de América. No hay aspiradoras, ni reglas, ni vergüenza. Es el punto más alto de lo irreal”. ¿Qué mejor lugar entonces para ambientar el inframundo? Hay un guiño, o tal vez no, al ponerse en la puerta que pocas veces se abre el número 44. ¿Quería en realidad, Lenoir, rememorar aquella habitación, la 4(2)4, en la que durmieron Leonard Cohen y Janis Joplin? Lo que sí es una constante es la atmósfera de bacanal en la habitación de un hotel embrujado donde “las palabras no hablan, aúllan”, y qué mejor para subrayarlo que esa genial primera intervención del coro aullando más allá de las paredes. El público, imaginen, por completo descolocado. Hasta el punto de apagarse cualquier atisbo de aplauso en las arias y lo demás.
Tenías que disfrutar la estética o abandonarte en los subtítulos. En ningún caso ambas cosas. De ahí lo arriesgado de esta propuesta, amenizada por el breve cuerpo de baile de impactantes evoluciones coreográficas descritas a voluntad del mágico lápiz de danza contemporánea en manos de Émilie Brégougnon, o no tan contemporáneas, porque ella es especialista en danza barroca, especialmente en su etapa en la Acadèmia Barroca d’Ambronay, aunque también lo es en danza contemporánea y esa conjunción aplicada asimismo al coro y solistas genera una luz escénica deslumbrante.
El libreto original de esta Fábula en música de Monteverdi se estructura en un prólogo y cinco actos, ahora integrados en dos actos solamente, el primero una provocación embarullada con el efecto Chelsea, mientras en el segundo (que integra los originales actos III, IV y V) el inframundo es el que manda, registrándose los efectos dramáticos sobrecogedores que hacen de los duetos de Orfeo y Caronte (el bajo Jérôme Varnier), de Orfeo y de Apolo (el barítono Joan Martín Royo), asimismo Plutone (el bajo Nicolas Broymans) alguno de los momentos de mayor excelencia. De la excentricidad más absoluta del primer acto se pasaba a una lúgubre atmósfera en el segundo que apesadumbraba al espectador.
En realidad todo el cuadro de voces se sublima, aunque a título personal me atrae el papel de Música de la soprano mallorquina Irene Mas. Fascinante por los resultados que se concretan en armonizar adecuadamente la modernidad con la antigüedad. Y si el riesgo era mayúsculo, con esta arriesgada versión los resultados acaban dándole la razón a tanto atrevimiento escénico.