Opinión

Un sistema electoral nefasto que nadie quiere cambiar

Ironías aparte (https://okdiario.com/opinion/gran-triunfo-del-estadista-nunez-feijoo-11341483), la endiablada y rocambolesca configuración parlamentaria que han arrojado las urnas del pasado 23 de julio no es más que la consecuencia de un sistema electoral nefasto que, paradójica y curiosamente, ninguno de los actores concernidos quiere reformar. El sistema proporcional corregido basado en el reparto de escaños conforme al método inventado por el belga D’Hondt, sumado a la circunscripción provincial que recompensa la concentración del voto y penaliza su dispersión, es un sistema electoral que trata bien a los dos grandes partidos y a los partidos nacionalistas (y regionalistas) que son capaces de concentrar el voto en unos pocos enclaves. El sistema actual lleva inexorablemente a la desaparición del tercer y cuarto partido en liza, desapareciendo la posibilidad de contar con formaciones bisagra nacionales de modo que son los nacionalistas los que, irremediablemente, hacen este papel de bisagra para conformar mayorías con uno de los dos partidos dinásticos (PP y PSOE).

Ningún tercer y cuarto partido ha sobrevivido al sistema electoral español. El CDS de Suárez, la Izquierda Unida de Julio Anguita, la UPyD de Rosa Díez o Ciudadanos de Albert Rivera terminaron tarde o temprano desapareciendo, castigados por el sistema electoral que actualmente rige en España. Naturalmente, ningún beneficiario del sistema electoral (PP, PSOE y los nacionalistas) ha querido tocarlo porque le favorece. Un ejemplo clarísimo lo tenemos en Vox, que hace cuatro años obtuvo 52 escaños con el 15,2% de los votos. En aquella ocasión, Vox capitalizó con creces el porcentaje del voto popular en escaños porque, además de rebasar este crítico 15-16% que permite disputar escaños en las provincias con pocos diputados en liza, no hubo una gran distancia entre los dos partidos mayoritarios y el tercer y cuarto partido.

En cambio, en las elecciones recientemente celebradas, Vox ha perdido sólo un 2,8% de los votos dejándose en la gatera 19 de los 52 escaños que tenía, lo que significa que hay una franja de voto muy crítica, la que va desde el 10% hasta el 15%, en la que cualquier variación te hace subir o bajar escaños con suma facilidad. Lo mismo ocurrió con Cs. En 2015 Cs sacó un 13,93% y 40 diputados; en abril de 2019, con apenas dos puntos más, un 15,86%, logró 57 diputados, quedándose en la repetición electoral de noviembre de 2019 con sólo 10 diputados con un 6,86% de los sufragios.

Lo dicho, la tercera y la cuarta formación en votos son maltratadas por el sistema electoral español a favor de los nacionalistas que concentran el voto en las provincias donde se presentan. Un análisis complementario es comprobar lo que cuesta cada escaño a cada partido en número de votantes para percatarse nuevamente de que los grandes beneficiarios del sistema son el PP, el PSOE y los nacionalistas. El tercer y cuarto partido nacional (Vox, Sumar) empiezan a rentabilizar sus votos si sobrepasan la barrera del 15%. Si no la alcanzan, tarde o temprano caen en la irrelevancia.

Ni que decir tiene que un sistema electoral de estas características conduce a parlamentos muy fragmentados y a las inevitables coaliciones de gobierno con el lógico chantaje de las minorías a las mayorías, con todas las consecuencias que ello conlleva en cuanto a incentivos que se prolongan en el tiempo. El actual sistema electoral español está en la misma raíz de la fragmentación de España, de las tensiones territoriales que conlleva el desordenado desarrollo autonómico que «avanza» a golpe de chantajes de las minorías nacionalistas, del nefasto régimen partitocrático que soportamos y de la falta de representatividad que sienten los ciudadanos respecto de unos representantes políticos que, aunque pierdan una y otra vez en las urnas, mientras puedan seguir gobernando en coalición se mantienen en el machito como ha ocurrido en casos tan paradigmáticos como Pedro Sánchez y Francina Armengol, convirtiendo sus continuas derrotas electorales en victorias tras lograr pactar con tutti quanti y con quien sea y así conformar coaliciones de gobierno como suma de perdedores.

A diferencia del sistema proporcional donde «nadie pierde» tras pasar por las urnas y por lo tanto sus líderes pueden perpetuarse en el poder sin responder por los resultados de las urnas puesto que en el peor de los casos los electores no han dejado de votarles a ellos sino a una coalición de gobierno en la que es difícil atribuir responsabilidades a cada partido por sus éxitos y fracasos, el sistema mayoritario sí obliga a la necesaria circulación de las élites partidarias. Quien pierde en un sistema mayoritario se marcha a casa y deja entrar savia nueva en el partido para hacer oposición. En un sistema mayoritario uninominal, los partidos no se esclerotizan, los políticos se ven en la obligación de representar mejor a los ciudadanos más que a los líderes de sus partidos y los criterios para formar parte de la política obedecen en mayor grado a criterios meritocráticos. Las ventajas del sistema mayoritario sobre el proporcional son indudables.

Si a todo ello le añadimos el sistema de listas cerradas en el caso de España donde es el líder supremo del partido quien elige la lista de políticos que le van a acompañar y no los ciudadanos (en listas abiertas por ejemplo), los cuales sólo puedan optar por un pack completo elegido por la nomenclatura partidaria, de modo que al político elegido le resulta más provechoso caerle bien al líder y al aparato que preocuparse de las necesidades y demandas de los ciudadanos que dice representar, el desencanto por esta falta de representatividad no hace más que crecer. Aunque la Constitución prohíbe el mandato imperativo, pocos diputados lo invocan y menos lo practican porque hacerlo significa suicidarte políticamente dado que no son los ciudadanos sino la oligarquía partidaria a la que te debes la que va a decidir si repites o no en las listas de las próximas elecciones. «Quien se mueve no sale en la foto», como sintetizó con su gracia andaluza Alfonso Guerra.

En definitiva, un sistema electoral proporcional y de listas cerradas y bloqueadas como el español es el peor de todos los sistemas electorales posibles y el hecho es que apenas se mantiene en unos pocos países como Israel o los Países Bajos. Si tienen oportunidad de ver algún gráfico con la representación de los parlamentos de estos países se darán cuenta de las enormes dificultades que entraña el sistema proporcional a la hora de formar gobiernos sólidos y estables.

En España nuestro sistema electoral se ha convertido en una bomba de relojería con múltiples efectos contraproducentes que nos han llevado a la actual situación de radicalismo -propio de la proliferación de minorías fundamentalistas que encuentran representación y voz en los sistemas proporcionales y que tienen una capacidad de influencia notable a largo plazo en las variaciones doctrinales de los partidos mayoritarios al estar éstos obligados a pactar con ellas-, fragmentación, ingobernabilidad y dependencia de quienes amenazan con destruir España al mismo tiempo que la parasitan, un negocio muy rentable.

Otro efecto del sistema proporcional es el engordamiento ilimitado de una partitocracia como el principal extractor de rentas de la nación. Pese a los diagnósticos tan claros y meridianos, ello tiene difícil solución. Para empezar, el principio de proporcionalidad se constitucionalizó después de aprobarse la ley electoral. Cambiarlo por un sistema mayoritario requeriría en nuestro caso una reforma constitucional. Es cierto que, incluso partiendo de la proporcionalidad anclada en la Constitución del 78, hay margen para corregir el sistema proporcional actual con primas al partido más votado (como ocurre en Grecia), cambiar las 52 circunscripciones provinciales por una sola circunscripción -como ocurre en las elecciones europeas-, optar por listas abiertas (o mixtas) o limitar la entrada al Congreso de Diputados de los partidos que no superen el umbral del 5% a nivel nacional de modo que se corregiría la excesiva penalización de la dispersión del voto, posibilitando la existencia de bisagras nacionales y dejando fuera a los partidos nacionalistas que, en su mayoría, tienen como objetivo destruir la nación que parasitan.

La enorme dificultad de las mayorías absolutas

En sistemas electorales como el español es muy complicado obtener mayorías absolutas. Las circunstancias excepcionales de las cuatro mayorías absolutas que se han logrado en España, dos para los socialistas y dos para los populares, demuestran la enorme dificultad de obtenerlas. Hace 40 años, apenas concluida la transición, que el PSOE no obtiene ninguna (1982, 1986).

El PP de Aznar obtuvo la de 2000 gracias a un PSOE avergonzado por la corrupción sistémica del felipismo, desorientado ideológicamente tras la pérdida del poder en 1996 y en unos momentos en los que los socialistas renunciaron a su superioridad moral al ponerse a trabajar codo con codo con el PP por un bien superior como era la lucha contra la ETA y un PNV que se había tirado al monte con el pacto de Lizarra. Durante esta corta etapa en la que los dos partidos dinásticos sí se comportaron como partidos de Estado, la que va del asesinato de Miguel Ángel Blanco a los comicios vascos de 2001 que se plantearon como un plebiscito moral entre el nacionalismo y el constitucionalismo que lideraban Mayor Oreja y Redondo Terreros, Aznar consiguió capitalizar electoralmente el hecho de presentarse como el adalid de la lucha contra la ETA y el nacionalismo. Los socialistas se dieron cuenta de su error y rompieron esta alianza antinacionalista en cuanto pudieron porque sabían que ir a rebufo del PP en estos temas (ley de partidos con la disolución de Herri Batasuna, plan Ibarretxe), unos temas que concitaban la adhesión de la inmensa mayoría de los españoles, era una mala estrategia electoral para sus intereses. Sin crispación ni dóberman ni acusaciones de franquismo durante la campaña electoral las fuerzas se igualaban.

Por otra parte, la mayoría absoluta de 2011 de Mariano Rajoy se logró en unas circunstancias también excepcionales, con un pato cojo en la Moncloa y con una España arruinada económicamente por la crisis del ladrillo y a punto de ser rescatada por la troika. Una mayoría absoluta que, paradójicamente, vacunó a la derecha social contra un Partido Popular que incumplió lo prometido y no demostró en ningún momento ser alternativa al PSOE sino pura alternancia socialdemócrata al mantener toda la legislación y todas las estructuras montadas por los socialistas. Rajoy careció de las agallas suficientes para acometer las reformas de calado que España necesitaba y que todavía necesita.