Sánchez y la felicidad interior bruta

Sánchez felicidad

Almuerzo con un viejo amigo al que molesto con frecuencia, pero al que hace tiempo que no veo en persona. Es el ejecutivo principal de uno de los más importantes fondos de inversión del mundo. Está francamente preocupado por la deriva de España. En su opinión, la marcha de Ferrovial ha sido un acontecimiento clave. Es un aviso para navegantes, es una advertencia sobre las malas políticas que viene aplicando este Gobierno desde que llegó al poder, un precedente de lo que puede suceder si, por desgracia, Sánchez prosigue en La Moncloa después de las elecciones generales.

La cadena de destrozos es inmensa. Este año lograremos, y con mucho esfuerzo, un crecimiento agónico, muy poco superior al 1%, sin haber recuperado el PIB previo a la pandemia, un caso insólito. Todos los desequilibrios están desatados: la inflación subyacente, que es el indicador de referencia de la marcha de los precios, pues despeja la volatilidad de la energía y de los alimentos sin elaborar, supera el 7% y es la más alta de la UE. El déficit estructural rebasa el 4% y la deuda pública está en máximos históricos, en torno al 113% del PIB, sólo por detrás de Grecia, Italia y Portugal. Para alguien que se dedica a invertir, como es el caso de mi amigo, el endeudamiento público reviste una gravedad difícil de exagerar, pues alerta de las posibilidades de quiebra técnica de un país. Pero, en su opinión, el problema esencial es en qué se está gastando la inmensa cantidad de los recursos públicos, engordados hasta la extenuación gracias al impuesto genuino de los más pobres y desamparados: la inflación.

La respuesta es que se está usando para construir una sociedad adocenada y asistida de principio a fin. «El problema es que la gente subvencionada pierde el apetito por el trabajo, y así se explica la falta de personal en importantes sectores de la economía. Conviertes a las personas en inhábiles, pero eso empobrece moralmente a los individuos, ya incapaces de contribuir al bien común, o los expulsa hacia la economía sumergida y compensatoria, sólo con la vista puesta en sobrevivir», opina mi comensal. «Pero es imposible que estas personas puedan alcanzar la felicidad de esta manera, que se encuentren satisfechas al cabo del día o tengan ilusión por comenzar el siguiente. Como mucho, pueden sentirse seguras, aunque a costa de estar atadas al Estado de por vida.

Pero este sentimiento primario dista mucho del afán de progreso y de desarrollo individual que anida en todas las personas hasta que es extirpado por un poder político de aroma totalitario». Estos estados de bienestar elefantiásicos hacen que cada vez haya una competencia fiscal mayor por la población que todavía resiste, paga y conserva el prurito por prosperar, frente a la legión de parásitos.

Un ejecutivo de fondos de inversión busca aquellos destinos más favorables para colocar el capital, para comprar y vender empresas, para mover el dinero, para dinamizar la economía, pero Sánchez ha convertido España en un erial. A diferencia de Estados Unidos y de la mayoría de los países desarrollados y pujantes, por ejemplo los Países Bajos -donde se marcha Ferrovial-, aquí el empresario es denostado, no goza de clase alguna de aprecio social, y, adicionalmente, es perseguido con saña a través de impuestos cada vez más arbitrarios y confiscatorios. Y es una pena, dice mi amigo, «España reúne unas condiciones óptimas para atraer inversores, emprendedores, startups y negocio en general: un clima excepcional, unas infraestructuras viarias envidiables, una red de comunicaciones potente. El problema es que nadie va finalmente allí, donde no se siente querido, ni admirado ni siquiera respetado o donde la seguridad jurídica se conculca con frecuencia dependiendo de cómo se levante ese día un presidente caprichoso, o de aquello que le parezca más rentable para captar votos.

Otro colega, Juan Fernández Armesto, que ahora se dedica en Galicia a explotar la ganadería vacuna en medio del orvallo del que hablaba Cela, fue presidente en su día de la Comisión Nacional del Mercado de Valores. Cuando abandonó el cargo hizo un largo viaje a Bután, ese país diminuto cerca del Himalaya, donde no miden el progreso en términos de Producto Interior Bruto sino de Felicidad Interior Bruta. Pero allí la gente trabaja, quizá no con el ansia propia de los países capitalistas de acumular riqueza, pero desde luego para abandonar el eventual estado de postración o de pobreza. Son gente orgullosa en el sentido del que hablaba Pericles en su oración fúnebre a los atenienses que habían perdido la vida luchando contra Esparta: «No nos avergüenza ser pobres, pues a veces la vida no nos regala la mínima fortuna, pero nos avergüenzan aquellos que no ponen todo su empeño en abandonar su estado de postración». Pues éste es el país que ha construido Sánchez y del que al parecer se siente orgulloso: una nación de gente desactivada. Entregada al nuevo caudillo.

Pero éste, inasequible al desaliento, está convencido de su estrategia, esa que expulsa la inversión y el capital, la que obliga a las multinacionales a cambiar de sede, hasta el punto de que está totalmente persuadido, cargado de soberbia, de haber roto uno de los tabúes de la historia, aquel que enseña, basándose en la evidencia empírica, que la derecha siempre ha gestionado mejor la economía.

Pues no. Ya sabíamos que el personaje era un osado, pero nunca podría haber imaginado que quería competir en un terreno que siempre ha sido hostil a la izquierda. Y qué esgrime nuestro presidente al respecto: pues la catarata de normas que ahondarán en la indigencia de la mayoría a la que dice defender: los ERTE, la reforma laboral, la subida del salario mínimo, la reforma de las pensiones, y así todo lo que perjudicará a los parias de la tierra. «Gestionamos mejor la economía que la derecha», dijo la semana pasada. Y luego redondeó la faena con este remate propio de la casa: «Defendemos el interés general y no el particular de los de arriba». No hay duda de que por este camino, con esta exaltación anacrónica de la lucha de clases, alcanzaremos la victoria final, después de haber corrompido moralmente hasta el tuétano a la sociedad, hasta dejarla cautiva y desarmada.

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