¿Quién nos defendería de un corrupto Tribunal Constitucional?
El artículo 164.1 de la Constitución dice que «no cabe recurso alguno» contra las sentencias del Tribunal Constitucional, y este precepto es reforzado en el artículo 93.1 de la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional, que dice que «contra las sentencias del Tribunal Constitucional no cabe recurso alguno». Ya sea en la concepción cristiana que considera que todos nacemos corrompidos o en su contraria roussoniana que considera al hombre bueno por naturaleza, pero la sociedad nos corrompe, pocos dudan de que, aunque no todas las personas somos corruptas, casi todos resultamos corruptibles. Hasta el punto de que se ha demostrado científicamente, mediante experimentos sociológicos, que una inmensa mayoría de las personas es susceptible de corromperse si se le presenta la oportunidad y que este porcentaje aumenta exponencialmente ante la ausencia de controles y sanciones.
Casi todos somos corruptibles y esta circunstancia no se modifica por el desempeño de ningún cargo público. Llegar a ser elegido magistrado del Tribunal Constitucional no atribuye características divinas a las personas, ni las convierte en infalibles ni las vuelve honradas tras la publicación de su nombramiento en el BOE. Parece poco probable que lo que puede corromperse no se corrompa alguna vez. Donde hay poder hay corrupción y como dijo el padre del romanticismo alemán, Johann Wolfgang von Goethe, «todo aquel que aspire al poder, ya ha vendido su alma al diablo».
El Tribunal Constitucional es un órgano político elegido por las cúpulas de los partidos, que no forma parte del Poder Judicial. Su misión es el control constitucional de las normas y la anulación de aquellas que contravienen la Constitución. De sus doce miembros, ocho son elegidos por las Cámaras, dos por el Gobierno y dos por el CGPJ, nombramientos que lo son por nueve años y no pueden ser removidos, renovándose por terceras partes cada tres años. En la actualidad está compuesto sólo por 11 miembros, siete propuestos por PSOE y Podemos frente a cuatro propuestos por el PP, mientras los socialistas bloquean la renovación de una plaza por el Senado que, en teoría, corresponde a los conservadores. Esta mayoría de magistrados nombrados por la izquierda se mantendrá así, como mínimo, hasta marzo de 2026, cuando se volverán a elegir los miembros designados por el Senado. Sus miembros sólo podrán ser suspendidos por incurrir en «incompatibilidad sobrevenida… por dejar de atender con diligencia los deberes de su cargo… por violar la reserva propia de su función… o por haber sido declarado responsable civilmente por dolo o condenado por delito doloso o por culpa grave».
Casi al final de su magistral obra teatral Luces de bohemia, don Ramón María Del Valle-Inclán hace decir a uno de los sepultureros que están enterrando al poeta Max Estrella que: «En España el mérito no se premia. Se premia el robar y el ser sinvergüenza. En España se premia todo lo malo». Para llegar a convertirse en magistrado del Tribunal Constitucional, la Constitución exige ser «juristas de reconocida competencia con más de quince años de ejercicio profesional». Y en la práctica se deben dar otras dos circunstancias, que el jurista tenga la ambición de ocupar un cargo de tanto poder y que sea seleccionado por los partidos políticos que tienen capacidad para elegirlo, sin que haga falta mucha imaginación para adivinar con qué criterios se eligen a unos juristas que, sin excepción, pertenecen a una asociación progresista o a otra conservadora y, una vez nombrados, actúan siempre agrupados en bloques ideológicos.
En España no existe separación de poderes desde que en 1985 Alfonso Guerra dijo aquello de «Montesquieu ha muerto», después de que el PSOE politizara absolutamente el Consejo General del Poder Judicial (CGPJ), poniendo fin a la idea defendida por el filósofo francés de que los tres poderes del Estado, el ejecutivo, el legislativo y el judicial, deben ser ejercidos por órganos del gobierno distintos, autónomos e independientes, que se controlen unos a otros. Pero además hemos cometido el error de no prever ningún mecanismo de defensa contra las resoluciones de un politizado Tribunal Constitucional que, presidido por el socialista Cándido Conde Pumpido y plagado de exministros y empleados de Moncloa, quizá se le ocurra sentenciar que la noche es día, que lo negro es blanco o que nuestra Constitución permite amnistiar a Puigdemont o hacer un referéndum contra la unidad de España. Y que donde nuestra Constitución dice «patria común e indivisible de todos los españoles», en realidad quería decir -entiéndase la ironía- todos los españoles exceptuando a catalanes, vascos, gallegos, andaluces y habitantes del resto de naciones oprimidas por el fascismo centralista. ¿Quién nos defiende del Tribunal Constitucional? Parece evidente que la única defensa que nos queda está en las urnas, así que, mientras no aprendamos a votar, será constitucional lo que a Pedro Sánchez le convenga que lo sea.