¿Por qué la izquierda quiera cambiar la realidad a través del lenguaje?

¿Por qué la izquierda quiera cambiar la realidad a través del lenguaje?

Cuando Lakoff insiste en los marcos mentales como instrumento para definir la realidad por la que vemos el mundo, la izquierda sigue pensando en Laclau a la hora de configurar un nuevo lenguaje que adapte esa realidad a sus prejuicios. Busca nuevos estereotipos intelectuales a los que agarrarse, una vez los Adorno, Althusser o Sartre quedaron como antiguallas cerebrales, alejadas del nuevo progresismo millenial que pretende reinventar el mundo a base de neopaternalismo fetén. Naomi Klein, Owen Jones, Varoufakis o el surcoreano Byung-Chul Han son ahora los gurús espirituales de esa izquierda que sigue anclada en debates filosóficos de baja estofa política. Todos ellos, sin embargo, comparten un mismo axioma: para dominar las mentes es necesario influir desde una concepción polarizada de la sociedad, el gran resorte de combate de la siniestra mundial. Una versión postmoderna de malos y buenos rige todo su discurso.

En ‘Pensar rápido, pensar despacio’, Kahneman nos advierte sobre los parámetros de estímulos a partir de los cuales nuestro cerebro actúa. Así, los razonamientos aprehendidos sólo son una vía ulterior a la toma de decisiones, basadas casi siempre en impulsos activos, en corazonadas e intuiciones no calibradas. Sabedora de esta circunstancia, la izquierda política e intelectual trabaja a destajo en la conformación de un nuevo lenguaje que altere la realidad de un mundo que está perdiendo. La comunicación de masas nos ofrece un divertimento adverso al sentimiento utópico y redentor de la propia izquierda, que define su supervivencia en dotar de clichés históricos y culturales a la sociedad del momento. Demostrado el fracaso de la economía planificada y de las políticas socialistas de paternalismo y subvención, la izquierda tiene en el lenguaje a su nuevo juguete de persuasión. Bajo su indisimulable proteccionismo, te dicen qué está bien o está mal en función de su marco coyuntural.

Así nos movemos ahora: la izquierda aconseja y protege, la derecha regaña y castiga. La izquierda quiere el bien del pueblo, la derecha su destrucción por egoísmo. El progresista hace que el mundo avance, el conservador lo dirige hacia el abismo. Olvida el progresista que todo progreso que no mantiene aspectos tradicionales acaba por destruir el propio progreso que crea, pues pervive en una constante reinvención. El conservador, por el contrario, sabe que, sin avances, la humanidad fenece en su propio juego estático. Más allá de convencionalismos (progre-carca), si creemos que la dialéctica sobre la conveniencia de adaptar a nuestro léxico miembras o portavozas rebaja el quid del conflicto, estaremos equivocados. No se trata de crear nuevos significantes vacíos sino de dotar de significados alternativos que definan una forma concreta de ver el mundo. De esta forma lo ha entendido, por ejemplo, el feminismo de cuota, que no de lucha, cuando interpreta que la realidad se altera si creamos nuevos palabros y vocablas. Pero basta que se establezca con perseverancia en el debate público para que, indefectiblemente lo acabemos adoptando. Así, ya no diremos humanidad, sino gentenidad, o mundanidad, como ha hecho recientemente el propio Trudeau, último gobernante en caer en la enfermedad políticamente correcta de agradar a todo quisqui. 

Es cierto, muchos quieren definir la realidad. Pero la izquierda de siempre, la de ahora también, quiere sobre todo construirla, sabedora, por los estudios de Berger y Luckmann que, cuando la haces tuya, los demás te siguen en esas definiciones. El lenguaje no es un conducto de comunicación, es la confirmación de un posicionamiento en y ante el mundo y sus habitantes. Así, el ‘mercado’ ya no lo concebimos como un escenario donde la mayoría de las personas que trabajan intentan libremente obtener rendimientos —sí, beneficios—, sino como una reunión de salvajes capitalistas que quieren hundirnos la vida. Ya no se pueden plantear alternativas al Estado del Bienestar porque enseguida obtienes la etiqueta de ‘recortes’ o ‘neoliberal’. Entonces te das cuenta de que han ganado esa batalla semántica de infiltración. Cuando hablamos el lenguaje del otro ya somos, en parte, posesión suya.

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