Apuntes Incorrectos

La pesadilla del alquiler: Sánchez igual que Franco

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Que Franco fuera un dictador implacable no quita para que a partir de 1958 sentara las bases de la prosperidad del país -una diferencia no menor respecto a otros tiranos contemporáneos-. Aquel año, la caja fuerte de las reservas monetarias estaba vacía y peligraba hasta el suministro de gasolina. La autarquía padecía una situación agónica. Fue entonces cuando, aconsejado por algunos ministros y funcionarios -casi todos ellos tecnócratas del Opus Dei-, decidió guardar sus prejuicios en un cajón y llamar a las puertas del Fondo Monetario Internacional. España necesitaba un ajuste de caballo que requería de una asistencia exterior urgente. Con el plan de Estabilización de 1959, el país abrazó por primera vez la economía de mercado. Renunciamos a la inflación como modo de financiación del gasto -que es lo que ahora está haciendo el presidente Sánchez-, renunciamos a la protección comercial frente al exterior -que ha puesto de moda el presidente- y, finalmente, renunciamos también a la intervención del Estado en la economía como columna maestra del sistema -ese atavismo que Sánchez practica con denuedo-. Los resultados fueron visibles muy pronto, con tasas de crecimiento desde mediados de los sesenta de un 7 por ciento, la insólita aparición del turismo y el florecimiento paulatino de una incipiente clase media. Esto lo reconoce hasta mi amigo comunista Carlos, aunque últimamente padezca un claro retroceso intelectual -embelesado como está con el petimetre-, circunstancia que atribuyo a la devoción de la izquierda agreste por las pulsiones totalitarias.

Con esto no quiero decir que Franco se convirtiera en un liberal, porque sería un exabrupto. Simplemente, que se comportó con la dosis de pragmatismo que convenía a la nación, y por eso, a él mismo. Pero como la cabra siempre tira al monte, y nunca abandonó su inclinación por el paternalismo, siempre inconveniente, en 1964 se empeñó en establecer una regulación del mercado de la vivienda que impedía la subida del precio de los alquileres. Con el tiempo, quedaron demostrados sus efectos catastróficos. Los propietarios pasaban las de Caín, y enseguida los arrendatarios también, pues las viviendas empezaron a degradarse -producto de la falta de inversión en su mantenimiento-, los barrios céntricos de las ciudades comenzaron a deteriorarse y pasaron a estar en mal estado y a convertirse en peligrosos, atrayendo a lo peor de cada casa, los vagos y maleantes de los que hablaban las leyes franquistas, y sufriendo algunos problemas graves e imprevistos como la aparición de la droga, que tanto recuerdo campar a sus anchas en el barrio de Chueca en Madrid, ahora vigoroso y pujante.

¿Y por qué ahora este barrio es un lugar exuberante? Pues en gran parte gracias a la liberalización de los precios del alquiler que decidió el ministro socialista de Economía Miguel Boyer, al poco de llegar el PSOE al poder. Los movimientos en el mercado de la vivienda son lentos, pero aquella decisión fue un soplo de aire fresco. Luego, otros compañeros socialistas con menor enjundia intelectual, faltos de ideas y preñados de demagogia, clausuraron la libertad de pacto entre las partes y sometieron de nuevo a la vivienda a un régimen asfixiante, que es la causa principal de que tantos ciudadanos tengan problemas para encontrar un acomodo. No la desigualdad social, ni la codicia de los propietarios, sino una legislación defectuosa que abarca a todo el sector y que impide desde tiempo inmemorial declarar todo el suelo como urbanizable salvo en aquellos casos en que lo aconseje la conservación del patrimonio o la protección del medio ambiente.

Esta deriva totalitaria se ha extendido y ensanchado con Sánchez, que mantiene topados los precios del alquiler; primero con motivo de las consecuencias económicas nocivas producto de la guerra de Ucrania, pero ahora, que el conflicto se ha enquistado y ya ha producido casi todos sus perjuicios, en aras de proteger a las clases más desfavorecidas y porque así lo ha exigido Bildu. ¡Qué horror!

Las consecuencias serán gravísimas. El actual arrendatario estará encantado, pero el problema es que ya no habrá nuevos inquilinos. Los propietarios se van a negar a renovar los contratos que expiren ni van a alquilar sus pisos -como bien ha explicado en OKDIARIO mi colega Nayara Mateo, mucho más docta que yo-; y si lo hacen, será a precios mucho más elevados para cubrirse no solo de la inflación que les afecta personalmente como a todo el mundo, sino de la inflación de sus eventuales ocupantes, que también se tendrán que tragar ellos por decisión de Sánchez. Hasta ahora había muchos inversores que compraban pisos, los reformaban y luego los destinaban al alquiler. Ahora este mercado ha desaparecido por completo. Y todo este movimiento contra el ciclo económico se produce en un momento en que la demanda de vivienda en alquiler es elevadísima ante los precios disparados de los inmuebles a la venta, igualmente consecuencia de las normas que restringen y dificultan la construcción de más parque habitable para construir.

En los próximos meses va a haber miles de personas que ya no es que no puedan comprarse una casa, sino que, teniendo buenos sueldos, tampoco van a poder permitirse pagar un alquiler, cada vez más caro, en las zonas que desearían y habrían podido asumir hasta la fecha debido a la restricción aguda de la oferta provocada por una legislación equivocada y nociva.
Esto ya está pasando claramente en Barcelona, pionera en las normas anti propiedad, con consecuencias devastadoras en lo que se refiere a la degradación del centro de la ciudad y la correspondiente invasión de la delincuencia, que ha convertido un trayecto por la Rambla en un episodio no exento de heroicidad. Como siempre que ocurre con la izquierda, y más desde que gobierna Sánchez, todas estas disposiciones aparentemente nobles y bienintencionadas acaban perjudicando a quienes dicen defender, esas clases bajas y desfavorecidas que ya no pueden vivir tranquilas en su barrio de toda la vida. En términos de mercado de la vivienda, si se llevan al extremo y son duraderas, sólo pueden conducir al chabolismo incrustado en el corazón de la ciudad.

Hace unos días, en el acto de homenaje a la escritora Almudena Grandes, tristemente fallecida, aunque por todos conocida como una de las representantes genuinas del sectarismo universal, Sánchez se atrevió a decir -es que no tiene sentido de la moderación ni de la vergüenza- que pasará a la historia por haber decretado la exhumación de Franco, sin reparar en las similitudes que tiene con el dictador. La ley de los alquileres no es la menor, aunque pesa más su obsesión por controlar sin pudor alguno todos los poderes del Estado, principalmente el judicial. Ni Franco se atrevió a tanto. Y en lo que respecta a la política económica, la que aplicó el dictador a partir de 1959 fue bastante mejor que la de Sánchez: encaminó al país hacia la prosperidad que nos hurta cada día, sin prisa, pero sin pausa, el actual inquilino de La Moncloa, que pasará a la historia -es verdad-, además de por jugar con los muertos y la memoria histórica, por haber sido el peor presidente que ha soportado por desgracia la nación.

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