El peligro no es Puigdemont, es Pedro Sánchez
Cualquiera que se sienta mínimamente concernido con los valores constitucionales habrá sentido una lógica indignación tras escuchar las exigencias del golpista Carles Puigdemont para apoyar una eventual investidura de Pedro Sánchez. Y no porque el chantaje al Estado de Puigdemont sorprenda a nadie, sino porque el presidente del Gobierno en funciones guarde a estas horas un inquietante silencio que hace presagiar su voluntad de convertir al Estado en moneda de cambio para garantizarse su continuidad en el poder. Lo que inquieta y perturba en esta hora crucial de España no son, en todo caso, las palabras de Puigdemont, sino la posibilidad real de que Sánchez acepte tan ignominioso chantaje. Socialistas como Jordi Sevilla ya han expresado claramente tras escuchar al prófugo de Waterloo que unas nuevas elecciones generales serían una salida mucho más lógica y digna que la de prestarse a la extorsión de Puigdemont, ya que parece imposible que Pedro Sánchez acepte el pacto que le ofreció Feijóo. Sánchez ha decidido que su destino político vaya unido al de los enemigos de España (el PNV se ha sumado al akelarre) y que el andamiaje constitucional del régimen del 78 salte por los aires con tal de seguir aferrado al poder. Las palabras de Puigdemont no habrán causado en las cancillerías europeas un mayor escalofrío que la voluntad de Sánchez de sentarse a negociar con quien pretende no sólo romper España, sino, a la vez, abrir la puerta al independentismo en la UE.
Que en el seno del socialismo español no haya a estas alturas una actitud crítica ante la ignominiosa hoja de ruta que pretende trazar Pedro Sánchez es desolador, pero responde a la realidad de un partido que ha sido abducido por el sanchismo. Algunos de sus más relevantes líderes territoriales prefieren la comodidad del silencio que dar un paso al frente y los únicos que se atreven a alzar la voz son caricaturizados de manera innoble por Ferraz. La situación política ha traspasado ya el umbral del esperpento y sólo faltaba escuchar a Puigdemont para cruzar los dedos ante lo que puede hacer -mejor decir deshacer- el presidente del Gobierno en funciones.
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