Apuntes Incorrectos

La pasión de la izquierda por la inflación

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La pasión de la izquierda por la inflación

Si me preguntaran qué es lo que diferencia a la izquierda de la derecha diría sin dudarlo que la tenacidad con la que defienden sus postulados, aunque sea en detrimento de la consistencia, que jamás le ha importado. Ahora todos los intelectuales adictos al régimen de Sánchez dan muestras diarias de su enojo por las subidas de los tipos de interés en las que están embarcados los bancos centrales. Y aducen, en su defensa, que la inflación que padecemos es de oferta, producto del encarecimiento de la energía, de la alimentación y del colapso de la cadena de suministros provocada por la guerra de Ucrania, todas ellas circunstancias que empujan al alza los precios contra la que poco o nada pueden hacer los tipos de interés.

Pero están equivocados como siempre. Primero, porque la presión de los precios no solo afecta a los productos energéticos o al consumo de bienes básicos, sino que ya se ha incrustado en el conjunto de la cadena de producción y ataca también a los servicios, como explica el rápido crecimiento de la factura de la restauración y de la hostelería, que si no ha impedido una campaña turística exitosa después de la desgracia de la pandemia ha sido por el ahorro embalsado y la fuerte demanda posterior. Todo lo cual aconseja subir los tipos de interés para deprimirla y frenar la inflación.

En segundo lugar, la izquierda intelectual no acaba de rematar la faena, porque si, en efecto, la inflación fuera exclusivamente la consecuencia de un shock de oferta, lo lógico y razonable sería compensarlo aumentándola. ¿Y cómo se incrementa la oferta? Pues hay solo tres vías: reducir los impuestos, liberalizar con determinación la economía para impulsar la mayor competencia posible o promover más inversión pública -la patronal de la construcción Seopan acaba de afirmar, por ejemplo, que se necesitarían 18.000 millones para arreglar las carreteras españolas-.
Pero no. Esta clase de alternativas representa un problema para la élite progresista, que solo encuentra un remedio a nuestros problemas: un mayor gasto público y el déficit correspondiente que provoca, soluciones que la evidencia empírica ha demostrado que son básicamente inflacionistas. De manera que, contra lo que ellos propugnan, el mejor camino posible para empujar la oferta es ajustar el gasto público al máximo y hacer un presupuesto razonable, no como el eminentemente electoralista que se ha sacado de la manga el amigo Sánchez para captar los mayores votos posibles aprovechando la suspensión de las reglas fiscales de la Unión Europea.

Hay dos clases de gastos que son ineludibles: la carga de intereses impulsada sin freno por una de las deudas públicas más cuantiosas de la UE, y el gasto en subsidios de desempleo, que va ligado al ciclo económico y es el resultado del desastroso mercado laboral construido por los socialistas. Fuera de estas exigencias, se puede recortar en el resto de las partidas de gasto improductivo que contaminan las cuentas públicas insalubres con que nos obsequia Sánchez año tras año. El Banco Central Europeo ha denunciado repetidamente que los planes de ayuda de los gobiernos para proteger a los ciudadanos, en lugar de destinarse a los colectivos en situación más precaria, son en un 80% indiscriminados, lo que obstaculiza la traslación efectiva de la política monetaria y su lucha contra la inflación. Actuando de esta manera tan inicua e irresponsable se estafa a la opinión pública, se evita que conozca realmente las señales de escasez que ofrecen los precios y se propicia que la gente se comporte de modo insensato, como si no estuviéramos en una economía de guerra, que exige ineludiblemente adaptarse lo más rápido posible a una situación crítica.

A pesar de que la izquierda nos trate de convencer con su perseverancia legendaria de que la inflación es de oferta, esto oculta una parte sustancial de la realidad. Ya antes de la guerra de Ucrania los precios empezaron a aumentar con fuerza como consecuencia de la hemorragia de gasto público desatada para afrontar la crisis del Covid y de la bomba de liquidez activada por el BCE desde hace años ignorando irresponsablemente las consecuencias que tendría sobre la demanda y la inflación.

Una vez que se ha dado cuenta de que el cáncer de los precios campa a sus anchas y amenaza metástasis, si ahora el banco central no sube de manera intensa y decidida los tipos de interés los precios seguirán creciendo sin control y las empresas continuarán repercutiendo sus costes al completo mientras la demanda no se aplaque. Por eso lo correcto es encarecer el precio del dinero a fin de que la inflación no se transmita al conjunto del sistema, una situación que sería letal para todos: empresarios, inversores y la mayoría de los ciudadanos corrientes.

Aunque sea un aserto tan viejo como certero, la inflación es el impuesto de los pobres, que consumen muchos bienes básicos con una renta personal magra que lamina sin piedad el crecimiento de los precios, impidiendo cualquier posibilidad de que ahorren y mantengan su ya precario nivel de vida. Pero el socialismo adora la inflación… ¡precisamente porque alimenta la pobreza!, que es el hábitat natural que explota engordando a la clase más cautiva y desarmada, cuyos votos compra con descaro a través de ayudas y subvenciones crecientes financiadas justamente con la inflación, que amplifica los ingresos de los impuestos punitivos sobre las unidades creadoras de riqueza. Por eso la izquierda no quiere que suban los tipos de interés a fin de estabilizar la economía. Para poder sostener indefinidamente su política criminal, empujando al mismo tiempo a la gente contra los empresarios, exigiendo subidas salariales irracionales a sabiendas de que generarían más paro y pobreza. ¿Se les ocurre un grado mayor de maquiavelismo?

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