La oscura verdad sobre la Lista de Epstein
Ahora dice Trump que vale, que desclasifiquen la maldita información que guarda el FBI sobre Jeffrey Epstein si los congresistas insisten. Su intempestiva condescendencia tiene poco mérito: se limita a hacer de la necesidad virtud, porque sencillamente no tiene los votos necesarios para impedirlo.
Pero, sobre todo, Trump conoce la oscura verdad del caso: la Lista de Epstein no existe. No va a salir un cuaderno de tapas negras con el catálogo de pervertidos de las altas esferas para satisfacer el morbo de la base MAGA. Sencillamente, no va a suceder, ni ahora ni nunca. Y eso, por tres razones.
La primera es que Jeffrey Epstein fue detenido por proxenetismo de menores y posteriormente ‘suicidado’ en una cárcel de máxima seguridad durante el pasado mandato de Trump. El actual presidente tuvo entonces acceso a los archivos, como lo tuvo la Administración Biden durante cuatro largos años, y no hizo nada. Nada que sepamos, quiero decir. Si el material contuviera estiércol para lanzar contra Trump, les hubiera faltado tiempo para utilizarlo, y si había cosas feas sobre sus donantes, aliados o, sin más, personajes demasiado poderosos, han tenido tiempo de sobra para hacerlas desaparecer.
Ahí ya solo quedan cosas que, o se saben desde hace tiempo, o son peccata minuta, chismorreo irrelevante sobre personajes de tercera. Lo que nos lleva a la segunda razón: que la pedofilia sea una afición ampliamente extendida entre la élite política, económica y cultural se me antoja francamente peculiar. Parece más una proyección siniestra de unas bases ignoradas que, por eso mismo, están dispuestas a creer lo peor de sus lejanos representantes políticos y adalides financieros.
En tercer lugar, si uno es lo bastante poderoso imagino que tendrá métodos más discretos y menos arriesgados de satisfacer sus perversiones que irse a una isla del Caribe propiedad de un personaje de más que dudosa reputación y encerrarse en un extraño templo. No sé, pero me parece tan idiota que no creo que alguien con tan escasa prudencia haya podido llegar muy lejos.
Pero el hecho de que la lista no exista es irrelevante, políticamente. Es un mito popular, pero los mitos populares tienen en política una fuerza extraordinaria. Epstein es el rostro visible de la célebre ciénaga que Trump venía a drenar y, de hecho, Trump lo utilizó a modo durante su campaña. No tanto directamente como a través de terceros, como su hijo Don Jr., que hablaba de desenmascarar a los clientes de Epstein a tiempo y a destiempo, o como Kash Patel, que hizo de esa revelación cuasi sagrada el pilar de su aspiración a la dirección del FBI.
Por eso es difícil entender por qué Trump pasó de anunciarla a, de golpe y porrazo, cuando su fiscal general, Pat Bondi, afirmaba en X tener ante sus ojos la dramática revelación de cientos de nombres, dio carpetazo a todo el asunto y de muy malas maneras llamó idiotas a aquellos de sus partidarios que seguían creyendo en el mito. Todo era una estafa de los demócratas, dijo y sigue diciendo, un asustaviejas, una trampa con la que cazar al propio Trump.
No se entiende. La súbita medida le hacía parecer inmediatamente culpable a ojos de sus fieles. ¿Qué tenía que temer? Si hace pública la información y todo queda en agua de borrajas, no pierde nada; si la información satisface aunque sea mínimamente el morbo de los trumpistas, miel sobre hojuelas: le pondrían una estatua a Trump.
¿Era una especie de test de Trump para poner a prueba su control sobre las bases? ¿Una forma de acostumbrarles a la obediencia ciega al líder ungido y a sus caprichosos cambios de opinión?
O quizá sea simplemente que Trump sale en los correos de Epstein. No como pedófilo ni nada parecido, nada ilegal o abiertamente escandaloso, pero sí lo bastante próximo a Epstein y sus socios como para aparecer ante sus adoradores en la forma de aquello que más odian: una criatura más del pantano, que ha nadado toda su vida con soltura por sus aguas viscosas.
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