Misión de paz española hace 100 años en Marruecos

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Tras la gira de Sánchez por Estados Unidos con paseo neoyorquino cual Clark Kent rodeado de entusiasmo popular apenas contenido por el cinturón de protección, incluyendo escala posterior en Hollywood, y mientras tratamos de recuperarnos de la emoción provocada por los entusiastas elogios recibidos de sus fans, aterrizamos en la cotidiana realidad de la vida.

Estos días de julio son pródigos en evocaciones históricas, que Sánchez quiere  imponernos como de obligatoria Memoria para no incurrir en desviacionismos antidemocráticos. Hoy no vamos a rememorar lo sucedido el 17-18 de julio de 1936 —tiempo habrá para ello, con permiso de la Fiscalía especializada para controlar nuestra opinión al respecto—, sino de lo sucedido hace ahora 100 años exactos en el Protectorado español de Marruecos. Como la citada Ley tiene el ámbito de aplicación limitado desde la Guerra Civil y el franquismo hasta la aprobación de la Constitución, de momento podemos pensar, opinar y escribir con la libertad propia de una democracia de lo que ocurrió entonces en Marruecos. Tener que hacer este comentario causa vergüenza y estupor, que se compadece con lo que el Gobierno de Sánchez pretende aprobar, según él para «fortalecer y formarnos en los principios y valores constitucionales». Hemos de agradecerle que hayamos sobrevivido más de 40 años con la actual Carta Magna sin todavía estar debidamente educados por él en tales valores. Por cierto, no sabemos todavía si en esa gira artística, además de descalificar a la oposición «que sólo grita», ha animado a los norteamericanos a aprobar una ley semejante para superar las cicatrices de su guerra civil de Secesión; pero todo se andará.

Volviendo a la Historia de verdad, por estas fechas de 1921, España vivía unas jornadas que han pasado a conocerse como las del «Desastre de Annual». Al vivir tiempos de gran desconocimiento de nuestra Historia, conviene insistir en que nuestra presencia en la zona sería —salvando todas las distancias de tiempo y cultura política— lo que hoy son las misiones de paz promovidas por Naciones Unidas. El territorio en cuestión, norte del actual reino de Marruecos, estaba bajo la jurisdicción formal del Sultán que, en la práctica, no ejercía un auténtico gobierno sobre el mismo, con implicaciones diversas de carácter político, económico, financiero, comercial y de seguridad que afectaban a intereses de varios países, en particular Francia, Inglaterra, Alemania y, por supuesto, España. En 1906 se celebró en Algeciras una Conferencia internacional promovida por los dos primeros y aceptada por el Sultán, en la que se acordó que Francia realizara esa misión en la mayor parte del país, reservando a España la zona más conflictiva e inhóspita del norte, con Ceuta y Melilla en su límite occidental y oriental.

En 1912, dos tratados posteriores —Fez y Madrid— acabarían de precisar las condiciones de  la misión de paz. La tarea encargada a España sería culminada con total éxito en 1927, tras un inédito —hasta ese momento— desembarco en la bahía de Alhucemas en 1925. Fue una operación española con colaboración limitada de Francia en efectivos aeronavales, que casi veinte años después encontraría réplica en Normandía durante la Segunda Guerra Mundial. La Historia de España del siglo XX no se puede explicar ni entender sin esa misión pacificadora en el actual Marruecos. El «Desastre» de 1921 en la Comandancia general de Melilla, con más de 10.000 bajas, actuó como galvanizador de la opinión pública, con cambios políticos continuos hasta la Dictadura de Miguel Primo de Rivera en 1923, y la adecuación del Ejército de África con la dotación de medios para hacer frente a la misión encargada, y con una clara unidad de mando y estrategia, de lo que Alhucemas fue principal exponente y fruto.

Así en 1956 durante el franquismo, y en plena etapa descolonizadora, España terminó su presencia en el Protectorado, a la par que Francia hacía lo propio en su zona, y el reino alauita asumía su total soberanía sobre el territorio. La cuestión del Sáhara es esencial en las relaciones con nuestro vecino del sur, cuya estabilidad institucional es estratégica para nosotros, lo que exige por nuestra parte sentido de la responsabilidad, sentido común y sentido de Estado. Ni «cesionismo» ni acciones impropias de ese sensible partenariado. Fue una auténtica misión de paz y no una aventura colonial, como algunos afirman.

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