Ministros, altos cargos… ¡dioses!

El artículo 9 de la Constitución establece en su apartado primero que “Los ciudadanos y los poderes públicos están sujetos a la Constitución y al resto del ordenamiento jurídico”, y en el apartado tercero garantiza expresamente el principio de legalidad y la interdicción de la arbitrariedad de los poderes públicos. En definitiva, en el importante Título Preliminar queda consagrada la primacía de la ley como principio fundamental, conforme al cual todo ejercicio de un poder público debe realizarse acorde a la ley vigente, prohibiéndose actuar conforme a la mera voluntad de sus autoridades.
Pues resulta que la prevalencia del principio de legalidad, que no debiera ser cuestión para nada y para nadie, parece no ser siempre indubitadamente observado en las actuaciones del Gobierno y de nuestros poderes públicos. Repasemos varios eventos de los últimos meses, obviando la declaración ilegal de los estados de alarma:
En enero de 2020 el ex ministro José Luis Ábalos se reúne de manera secreta en el aeropuerto de Barajas con la vicepresidenta de Venezuela, Delcy Rodríguez, que tenía expresamente prohibido el tránsito y estancia en territorio comunitario. El ministro, que mintió de manera continuada en el momento de explicar el encuentro, fue finalmente exculpado por el Tribunal Supremo de la comisión de algún delito, señalando, en relación con la prohibición derivada de la decisión del Consejo de Europea relativa a Venezuela, que “se trata de una obligación singular, no integrable en las obligaciones formales derivadas de la aplicación de reglamentos, directivas, recomendaciones y dictámenes. Una obligación, en fin, de marcado carácter político cuyo incumplimiento no admite otra responsabilidad que la que se dirime en ese ámbito». ¡Uf, difícil encontrar papel de fumar tan fino!
También el ministro del Interior ha protagonizado varios episodios en los que aparentemente se vulneraron normas vigentes. Ya sea en el traslado masivo de migrantes desde Canarias, o en la repatriación de menores desde Ceuta, hay que llevar unas gafas muy oscuras para no entrever que se podía estar incumpliendo una buena cantidad de preceptos normativos. Este mismo ministro tomó la decisión de destituir al coronel Perez de los Cobos con una decisión discrecional que la Audiencia Nacional tuvo que hilar fino (diferenciando entre “desarrollo” y “contenido” de la investigación) para no considerarla arbitraria.
En estos últimos días surge con pirotecnia propia del volcán palmero el asunto de la entrada irregular en España del líder saharaui Brahim Ghali. Si se mira por encima, la actuación en este asunto de un par de ministros (con aparente conocimiento del presidente del Gobierno) parece impropia, pero si se mira en detalle lo que parece es que se instó o se amparó la comisión de algún delito. Sin embargo, la tranquilidad de Sánchez nos hace temer que una vez más será difícil exigir responsabilidades por una actuación que parece sacada de una novela de Le Carré.
Que el sometimiento al imperio de la ley, y por ende la observación estricta de las normas en sus actuaciones, sea un principio que no entiendan buena parte de los ministros podemitas, puede ser comprensible (nunca aceptable) si nos atenemos a su zarrapastrosa formación y a su escasa experiencia; lo que es más difícil comprender es que lo desconozcan ministros con formación o experiencia como Marlaska, Ábalos o González Laya. La lógica deducción es que, aunque son conscientes de la posible ilegalidad de esos actos, les importa, parafraseando al juez Fortuna en la maravillosa El Secreto de sus Ojos, una reverenda mierda.
Y la verdad es que por mucho que nos fastidie parece que tienen razón, porque lo que a simple vista son flagrantes incumplimientos o fraudes de ley, cometidos en claro abuso de su auctoritas, después de los vericuetos procesales terminan considerándose correctos.
El que siempre exista una vía de escape para los que claramente se están saltando las normas recuerda al filosófico chiste de Eugenio en el que un viajero que se acomodaba en un taxi preguntaba si se podía fumar.
– No se puede- contestaba el taxista.
– ¿Y entonces, para que lleva aquí este cenicero?
– ¡Pues para los que no preguntan o hacen lo que les da la gana!