Las mascarillas como coartada

Las mascarillas como coartada
Las mascarillas como coartada

En diciembre, el presidente del Gobierno volvió a imponer el uso obligatorio de las mascarillas en el exterior, como respuesta al aumento de casos de contagio derivados de la variante sudafricana del coronavirus, llamada Ómicron. Como dije en OKDIARIO, esa decisión no era más que puro teatro, un gesto de cara a la galería. Había un consenso científico prácticamente unánime en que las mascarillas de nada sirven en el exterior, pero eso le permitía al Gobierno hacer ver que hacía algo, dentro de este mundo actual en el que lo que importa es aparentar en lugar de preocuparse de los problemas reales.

Ahora, tras prorrogar el uso de la mascarilla en el exterior, anuncia, cuatro días después, que el martes el Consejo de Ministros dará luz verde para que deje de ser obligatoria en espacios al aire libre. Ahora, como en diciembre, la medida es igualmente oportunista, pues pretende tapar el suceso de la votación en el Congreso, o más que la votación, el comportamiento de la presidenta de Las Cortes, señora Batet, al dar la apariencia de no haber respetado el reglamento del Congreso. Por tanto, ¿cómo se puede hacer que se deje de hablar de ello? Con la eliminación de las mascarillas en el exterior.

Esto corrobora que casi nada a lo largo de la pandemia ha sido implantado con criterios científicos o sanitarios, sino políticos. Cansa ya ver la sarta de contradicciones entre el uso de la mascarilla, los test, las cuarentenas establecidas, cambiantes en su duración según hubiese que sacar o no adelante una prórroga del estado de alarma, o tantas y tantas cosas. Lo único que ha funcionado a día de hoy con datos en la mano ha sido la vacunación, sabiendo que cada cual es libre de ponérsela o no, asumiendo, en el ejercicio de su libertad, las consecuencias individuales acerca de la enfermedad que pueda tener, que esperemos que no haya ninguna.

Estoy de acuerdo en que la mascarilla debe desaparecer, y no sólo en el exterior, sino también en el interior y volver, de una vez por todas, a la normalidad sin adjetivos, a nuestra vida de antes del catorce de marzo de 2020. Debe hacerlo más pronto que tarde, como ya sucede en otros países, como Dinamarca. Gracias a Dios, la enfermedad no tiene la gravedad de antes y salvo que aparezca una variante muy letal, entre la vacunación, los fármacos que ya van a llegar y la experiencia en su tratamiento, debe ser considerada en breve como una enfermedad respiratoria más. Ahora bien, una cosa es que esté de acuerdo en que debe desaparecer el uso de la mascarilla y otra que no me parezca bochornoso que el Gobierno la emplee, junto con otras cuestiones relativas a la pandemia -recordemos la persecución injustificada a Madrid en el otoño de 2020- como coartada para disimular en otros asuntos espinosos para él.

La mascarilla es un elemento inútil en el exterior y de dudosa utilidad en el interior, pues no hay nada que acredite que frene mucho los contagios. Cuando comenzó a levantarse el mal llamado confinamiento, no había mascarillas, y quienes tenían que ir a trabajar en un lugar cerrado lo hacían sin ella, y quienes iban a comprar al supermercado -lugar cerrado, también- lo hacían sin la misma, y los contagios bajaban tras haber estado encerrados y sin mascarilla en esos primeros momentos de salida de los domicilios. Del mismo modo, cuando empezaron a dejarnos salir a la calle por franjas horarias, toda la población salía al mismo tiempo -cada uno en su grupo de edad-, es decir, formando aglomeraciones, donde ni había distancia ni había mascarilla en esos momentos, mientras los casos de contagios se desplomaban. De hecho, hasta diciembre estuvimos meses sin mascarilla en exteriores y muy limitada en interiores, y los casos fueron descendiendo.

La mascarilla es contraproducente por varios motivos: corta el aire a las personas, muchas de las cuales tienen dificultad para respirar con ella -y aunque estén médicamente eximidas, son recriminadas si entran sin ella en cualquier lugar, con lo que de nada sirve esa exención- y hace que respiremos constantemente el dióxido de carbono que exhalamos, que es perjudicial para la salud. Adicionalmente, es algo que termina por ser antihigiénico, pues es un nido de gérmenes y bacterias. Por otro lado, no está demostrado que sirva eficazmente para cortar la transmisión del virus; si fuese útil, estaría todo solucionado. Sólo sirven de elemento de falsa autoconfianza.

Lo único que los datos demuestran que es útil, como digo, es el uso de las vacunas, que reducen muchísimo el riesgo de enfermar gravemente, de manera que están logrando -junto a la lógica evolución del virus hacia una mayor capacidad de contagio pero con una menor gravedad- que la mayoría de infectados actuales no tengan síntomas o sean los de un catarro. Ésa es la realidad: mucho contagio -también porque ahora se hacen muchos más test-, pero, gracias a Dios, pocos casos graves, siendo la mayoría leves o sin síntomas.

El camino a seguir es el inverso: en esta mitad de 2022 en el que entraremos, debería poder abandonarse el uso obligatorio de la mascarilla en todos los lugares y dejar atrás la psicosis en la que vivimos, desde el análisis riguroso de los datos. Desgraciadamente, seguirá habiendo personas que fallezcan de coronavirus, pero ya en unos niveles -salvo sorpresa triste- similares a los de cualquier otra enfermedad. La ciencia ha conseguido minimizar los daños, y los próximos fármacos habrán de completar este hito. Por supuesto, es triste el fallecimiento de cualquier persona, tanto por coronavirus como por cualquier otra enfermedad, pero en términos agregados debe procederse a un análisis sosegado y riguroso, porque, si no, los suicidios, que han aumentado un 7,4% en 2020, aumentarán todavía más, lamentablemente, así como el conjunto de enfermedades mentales, por no hablar de las circulatorias originadas por la ansiedad, falta de movimiento y por la preocupación de la ruina económica que se puede consolidar de no comenzar la vuelta a la normalidad sin adjetivos. Y, por supuesto, además de acabar con las restricciones y con el uso obligatorio de mascarillas en todo lugar, el Gobierno debería dejar de emplear las mascarillas o cualquier otro elemento relativo a la pandemia para desviar la atención sobre otras cuestiones.

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