Los ladrones somos gente honrada

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En 1941 -ya ha llovido- Enrique Jardiel Poncela estrenó en Madrid, con éxito relativo de entrada -todo hay que decirlo-, una comedia precisamente con este título que, al cabo de los años, se convirtió luego al cine y al teatro en una pieza de referencia en la dramaturgia humorística y sarcástica del país. Hace cuatro años se cumplió el aniversario del genial autor y, conscientemente, el Gobierno de Sánchez, repleto de analfabetos sectarios, decidió oscurecer la conmemoración porque -dijeron los ágrafos, entonces al mando del ministro de Cultura, un tal Iceta-  que «Jardiel era incompatible con la Memoria Histórica porque fue un redomado franquista».

Dejó Jardiel multitud de obra escrita, mucha de la cual se las vio y deseó para sortear el estrecho fielato de la censura. Sus títulos son memorables, éste que rememoramos fue de los más impactantes y nos vale ahora para glosar la actualidad de un país donde el Gobierno pacta con los forajidos y donde el máximo exponente de la Constitución exonera de toda culpa a los más golfos de la sociedad, los delincuentes que estafaron a Andalucía y a España entera nada menos que 680 millones de euros.

Tal sucede que ahora mismo lo que se nos está viniendo encima son tres circunstancias igualmente bochornosas: que los ladrones son convertidos en víctimas por sus conmilitones socialistas; que no es imposible que, encima, tengamos los contribuyentes que indemnizar a estos carteristas; y que, a mayor abundamiento, la gente decente del país tenga que postrarse de hinojos ante los truhanes y sus patronos por haberles inferido tanto daño. O sea, el mundo al revés.

Faltaba en esta desgraciada España, tan incapaz de reaccionar ante tamañas fechorías, que los conejos dispararan a los cazadores. Pues bien: ya lo están haciendo. Los conejos, que no están dispuestos a abandonar la confortable madriguera de La Moncloa, se hallan en estos días enormemente ufanos, por eso alguno de ellos, probablemente el más torpe, pero también el más tramposo, Espadas, el eterno perdedor de todas las elecciones andaluzas, ya ha declarado que el Gobierno de Juanma Moreno en Andalucía es ilegítimo -textual- porque se valió para ganar de denuncias falsas, lo que su jefe, el simpar Sánchez, denomina los «bulos del fango».

Espadas y otros defraudadores como él saben que cuentan con la enorme complicidad en su región y en España entera de dos bastiones: uno, el del 30 por ciento del electorado que, pase lo que pase, les votan invariablemente, y, otro, una facción, incluso más numerosa, que o mira a otra parte por hastío, o sencillamente se deja llevar porque ya ha comprado la especie de que contra esta mafia política no hay nada que hacer porque, por su intrínseca maldad, es imbatible.

Tan útiles para la pervivencia en el poder de Sánchez y su cuadrilla de indeseables son los primeros como los segundos. Estos, la verdad, mueven a la indignación: protestan, oyéndose por lo brillantes que son en las sobremesas de la paella, pero no tienen la menor intención de forzar a sus dirigentes políticos a que, de una vez todas, acuerden un pacto que expulse a este psicópata (lo dicen así los especialistas) del poder que viene detentado. Es decir: mírese por donde son cómplices de los ladrones encantados de vivir en el territorio de Rinconete y Cortadillo.

Partido a partido, todos estamos asistiendo a la demolición de un régimen que, otrora, fue la envidia y el orgullo del mundo. Un personaje siniestro, Conde Pumpido, al que muchos estúpidos juristas de la derecha aún siguen reconociendo con un «prestigioso jurista», se ha aliado con un depravado para desmontar el gran Estado de Derecho que había salido de  la Transición. El dúo lo está perpetrando además contando con la actitud postrada de Europa, cuyos jerifaltes no están moviendo un dedo para denunciar la costrosa situación española, algo que sí hicieron en su día  con Hungría o Polonia. A los que proclaman con una seráfica ignorancia que «aún nos queda Europa» habrá que preguntarles qué saben ellos de Europa y del tinglado que asiste al barrenamiento de un estado miembro sin decir esta boca es mía.

Por tanto, nos queda lo que nos queda: unos jueces atosigados desde el poder totalitario a los que Sánchez -lo verán- terminará metiendo mano sin piedad, y una prensa, residualmente libre, que ha conocido esta semana, a la espera de lo que susodicho autócrata presente el día 17, el embrión de la persecución a sangre y fuego que Sánchez ha emprendido contra la prensa libre. Ya ha constituido al efecto una fundación amarilla, la Avanza, encargada, sin disfraz alguno, de «desmontar narrativas basadas en bulos y falsedades».

¿Quién determinará qué es un bulo o qué es una falsedad? Pues ellos, una tribu de paniaguados del poder (no falta ni un nigeriano de biografía oscura) que se constituirán, a la manera de Orwell, en árbitros, vigilantes y constructores de la Gran Verdad nacional, la que se dictará desde La Moncloa.

Pero, hombre, por Dios, ¿qué vamos a esperar de la señora Batet, pareja del magistrado del Constitucional Juan Carlos Campo, más degradado que nunca, o de García Montero, que ha convertido el Instituto Cervantes en una dependencia de la casa matriz de Pedro Sánchez? Estos sujetos/as están llamados a aportar al referido material para que se destroce a los desafectos.

Y aún queda lo peor: queda, el proyecto que el miércoles 17, Sánchez llevará al Congreso para acordar el más repusilvo ataque a la Libertad de Expresión que se pueda imaginar, eso sí, con los cobardes comprafantas del PNV. Los ladrones de los ERE ya estarán todos libres para entonces y serán aplaudidos por la cohorte de mamporreros que maneja Patxi López. Todos a coro cantarán: «Los ladrones somos gente honrada» y, probablemente desde el cielo, ¡dónde van a estar aquellos que nos hicieron tanto reír!  López Vázquez, Cassen. Alejandre y compañía dirán: «Para golfos estos, qué pena que nos hayamos ido muriendo tan anticipadamente».

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