La jauría

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Todo proceso revolucionario que se precie necesita de una jauría. Como ilustra el ejemplo francés de 1789, paradigmático, fundador, ese elemento no nace espontáneamente. Digamos que en su cristalización se ha hecho necesario un periodo de manipulación más o menos lento, pero constante. Los acontecimientos de violencia callejera, en tiempos pasados y presentes en Cataluña, son la incontestable prueba de una voluntad revolucionaria, “de arriba a abajo” en este caso. Si en el inicio las elites políticas y periodísticas procesistas jugaron a una cierta ambigüedad insurreccional, en los actuales momentos parece dificultoso el distanciamiento con los desórdenes públicos. Los graves disturbios en Barcelona hace cuatro años fueron el pistoletazo de salida de las opciones coactivas, aquella kale borroka reeditada a la catalana. Disponen de una guerrilla en la sombra, atenta a la llamada para atacar a los rivales y crear el caos urbano. No en vano, la señora Rahola, voz y nexo independentista entre política y opinión pública catalanas, ha avalado sin ambages el asedio a un partido que se presenta a las elecciones (es decir, que cumple la legalidad vigente, democrática). Ha hablado del “orgullo de un pueblo que no quiere a la extrema derecha”, y es esta una perla con la que, pongamos, un Marat, un Lenin o un Castro se hubieran sentido identificados. Por la sencilla razón de que el nacionalismo catalán expresa (y alienta, desde 2017) un espíritu alejado de la contingencia democrática. Sobre esto, el trabajo de manipulación del lenguaje ha resultado incansable, logrando, al fin, transgredir términos como “democracia”, “fascismo” y “libertad”. Prostituyéndolos.

La cuestión de fondo que prevalece es la masa, “la gente”: su manipulación es directamente proporcional a su nivel formativo y a la capacidad crítica. Un pueblo de ignaros, radicalizados desde el poder. Y con conexiones callejeras muy preocupantes: en la agresión a VOX en Vic (aquella a la que se refería ufana la Rahola), cachorros catalanes y menas atacaron, después y al unísono, la estación de Renfe. Descontada la alianza con el viejo terrorismo vasco (tarea emprendida por la CUP en alianza con Artur Mas y culminada ahora por Junqueras), el nacionalismo catalán se antoja ya totalmente ajeno a la idea de orden, abrazado a un insurreccionalismo de bulto, en que cualquier fuerza antisistema es bienvenida.

Algunos llevamos unos años escribiéndolo: el procés fue algo típicamente ibérico, que entroncaba con la vieja idea y dinámicas de las elites revoltosas, sediciosas. El podemismo no es más que su traslación (con un discurso más amplio) al conjunto de la nación española. Quien organiza y da eco mediático a esa traslación, de Cataluña al resto de España (y manda sobre Iglesias y los suyos), es un burgués de Barcelona, romántico de las revoluciones caribeñas, refractario al constitucionalismo. El caso es que, por muy posmoderno que nos parezca todo desde el procés, las insurrecciones siguen aflorando los ingredientes comunes de la constante demagógica, la violencia sostenida y sus líderes inmaculados. Se juega con fuego, pero es que la voluntad última es que arda todo.

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