La inflación y los yonquis del ‘gratis total’
Los vientos de guerra despiertan a las palomas. En este caso no me refiero estrictamente a los pacifistas, que nunca están dispuestos a asumir riesgo alguno para defender los valores de la democracia occidental, gracias a los que viven como en un spa, con el agua calentita hidratando sus cuerpos fofos y su mente blandengue.
Me refiero a los peligrosos intelectuales keynesianos, que una vez consumada la invasión de Ucrania por Rusia se han apresurado a solicitar un nuevo aplazamiento de las reglas fiscales de la Unión Europea para que los países sigan gastando sin freno ni criterio y endeudándose ilimitadamente.
Su objetivo prioritario es el Banco Central Europeo. Pretenden que no reduzca su programa de compra de deuda pública de los estados miembros y por supuesto que no suba los tipos de interés. Es decir, postulan que siga incumpliendo durante más tiempo todavía su mandato estatutario, que no es otro que el control del nivel de precios.
La inflación en España se situó en febrero en el 7,4 por ciento en tasa anual, la cota más alta desde hace 33 años, y la media europea ha superado igualmente los registros de las últimas décadas. Es el momento de cortarla de raíz porque sus efectos son perversos. A mayor inflación, menos renta disponible, menor consumo, problemas crecientes para la inversión y, en fin, un escenario económicamente depresivo.
El paisaje idílico dibujado por los keynesianos de un vivo crecimiento económico, una intensa creación de empleo y unos precios bajo control gracias a la inyección fiscal y monetaria ha saltado por los aires. Ha resultado un completo fiasco. Si el aumento del gasto público financiado con deuda hubiera tenido los efectos expansivos sugeridos por estos intelectuales de salón, las economías industrializadas estarían creciendo a tasas muy elevadas. Pero no es el caso. La actividad económica ha empezado a ser declinante en toda Europa mientras la inflación ya se ha convertido en un problema real, con una subida de precios intensa y general, que afecta a todos los productos intermedios, a todos los bienes y servicios y que ya está afectando a los salarios, produciendo los efectos de retroalimentación de segunda ronda tan temidos por todos los economistas sensatos.
No son buenas noticias para España, que aún no ha recuperado las tasas de actividad anteriores a la pandemia y que ofrece los peores indicadores del Continente. Nosotros estamos más cerca que nadie del escenario de estanflación, ese en el que una caída progresiva de la producción puede convivir con una inflación alta y persistente, que es letal.
Como bien explican los economistas José Luis Feito y Lorenzo Bernaldo de Quirós, no hay otra medida para combatir los riesgos que afrontamos que subir los tipos de interés, y cuanto más se retrase esta decisión más difícil será reconducir la inflación. La medicina es desde luego dolorosa porque amplificará el retroceso de la actividad, pero la opción contraria, la que se ha puesto en marcha hasta la fecha ya ha agotado su recorrido. A cambio, yugulará la inflación, que se ha convertido en el desafío más urgente de los últimos tiempos.
La resistencia, sin embargo, a subir los tipos de interés va a ser muy robusta en los próximos días. La primera renuente a dar un paso adelante es la presidenta del BCE, Christine Lagarde. La directora gerente del FMI, Kristalina Gueorguieva, que es otra paloma, podría desdecirse también de su reciente recomendación de que los estados, y en particular España, presenten cuanto antes planes de ajuste presupuestario que sean creíbles y empiecen a resucitar las expectativas de los inversores. En España, los yonquis del ‘gratis total’, el coro que alimenta a las palomas está muy bien nutrido. La implantación del keynesianismo fracasado es general.
La repugnancia por afrontar cualquier clase de dolor pasajero en favor del bienestar a medio plazo es colosal. Y la oposición a la ortodoxia económica es un clamor. Su adicción a la financiación extra, incondicional y masiva del banco central, que ha disuadido a los gobiernos de adoptar las reformas a las que estaban obligados y que llevan aplazando sine die, ha gripado las economías, minando su capacidad de reacción y lastrando el ímpetu que atesora una sociedad civil debidamente estimulada y urgida a demostrar su potencia de fuego. Pero este no es país para halcones, y así nos va.
La guerra va a tener un impacto negativo primero en los precios del gas y de la energía en general que acelerará la inflación, va a suponer un choque de oferta, rompiendo de nuevo la cadena de suministro de productos tanto para el consumo como para la inversión, apenas recuperada después de la crisis sanitaria, provocará un correctivo serio en la evolución del PIB y presionará al alza la deuda, con más gasto militar.
Conociendo a mis clásicos, esto será motivo suficiente para que el BCE decida esperar un poco más antes de adoptar las medidas quirúrgicas que exigiría recuperar la credibilidad que ha ido perdiendo con la hemorragia de expansión monetaria de los últimos años. Pero esta actitud precautoria sólo contribuirá a engordar los problemas, a aplazar su solución y a alimentar la presión de las palomas, esos yonquis del gasto a cuenta de terceros. Estos ya están pidiendo a la UE que revise y amplíe su política de estímulo fiscal.
A Fráncfort le exige que ignore la historia de los duros, que no haga caso a los halcones. Aducen en su apoyo las consabidas razones humanitarias de rigor, enfatizan que mantener en vida la actividad va antes que los precios. Pero a mí no se me ocurre nada menos humanitario ni social que una economía sistemáticamente dopada y herida con saña por la inflación como defienden los halcones. Hay que poner fin sin excusas y con celeridad a esta plaga que castiga sobre todo a los más débiles, ya que con la plaga de las palomas no veo motivo para la esperanza, por más que la evidencia empírica se empeñe en demostrar con reiteración sus legendarios errores.
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