Illa o la decepción
El colega de estas mismas páginas Sergio Fidalgo lo contaba hace poco: «Illa era la persona que mandaba el PSC para hablar con las entidades constitucionalistas, para hacer ver que estaban con nosotros y con la ley».
El entonces secretario de organización de los socialistas catalanes —todavía estaba Miquel Iceta al mando— participó también en aquella manifestación del 8 de octubre del 2017 organizada por Sociedad Civil Catalana.
Yo, que cubrí la convocatoria, tengo fotos suyas al lado de Josep Borrell —una de las estrellas del acto—, Albert Rivera, Inés Arrimadas, Xavier García Albiol y el fallecido Mario Vargas Llosa (1936-2025), que añoraba la Barcelona en la que se consolidó como escritor.
He de confesar también, me pongo de rodillas pese a que no me vean, que yo voté a Illa en las elecciones al Parlament del 2021. En las del año pasado, sirva como atenuante, ya no. Al fin y al cabo, en mi vida he votado a casi de todo. Señal de periodismo independiente. En las europeas del 2004 hasta voté a Raül Romeva, entonces en las filas de la izquierda progre. Ya lo dicen: el hombre es el único animal que tropieza dos veces con la misma piedra.
Al ahora presidente de la Generalitat lo conocí en una rueda de prensa del PSC cuando era portavoz del partido. Al terminar su comparecencia, me acerqué a él y le dije: «Espero que llegues a consejero». Porque, en esa época, me pareció una voz sensata.
Me quedé corto: no llegó a consejero, sino a ministro de Sanidad. E incluso a presidente autonómico. Cosa que me consuela porque tengo un hijo que acaba de terminar Filosofía. Ante las escasas expectativas profesionales, siempre le digo que puede llegar a ministro.
Luego fui el primero en propugnar el relevo de Iceta por Illa. Me hicieron caso. Y aunque no fuera por mi artículo en cuestión. Nunca nadie me ha dado las gracias por la sugerencia. Pero pronto empezaron a llegar las decepciones. Una tras otra. He tenido tantas con el proceso, sobre todo de amigos y conocidos, que no debería sorprenderme. Uno que aún cree en la naturaleza humana.
La primera fue una entrevista de precampaña en La Vanguardia el 3 de enero del 2021. Los comicios habían sido fijados para el 14 de febrero. «Todos somos responsables de lo que ha pasado en Cataluña estos años», afirmaba. Era una manera de exculpar a los indepes. Y, de paso, intentar atraerse algún voto posconvergente. Porque, por supuesto, unos han sido más responsables que otros.
El segundo chasco fue otra entrevista, en este caso en El Periódico, el 26 de diciembre del mismo año. «TV3 y Cataluña Radio se merecen una segunda oportunidad», proclamaba.
«No jodas, Salvador», pensé para mis adentros. TV3 fue la máquina del fango del proceso. Hasta colgaron una pancarta gigante —y nadie ordenó descolgarla— en los estudios de Sant Joan Despí con el lema «Democracia». Era mentira porque no iba de democracia, iba de independencia. No quiero ni pensar qué habría pasado si en RTVE o en Telemadrid hubieran hecho lo mismo con algún mensaje a favor de la Constitución o de la unidad de España.
Además, apenas unos meses antes, en otra entrevista en el mismo medio y con el mismo periodista el 11 de abril, había dicho justo lo contrario: «TV3 ha tenido un papel muy lamentable en las últimas etapas de Catalunya».
Ni siquiera se ha atrevido a tocar a la cadena autonómica. El presentador estrella del procés, Toni Cruanyes, sigue al frente del informativo nocturno. Y hace cuatro días, a la hora de escribir esta columna, se ha anunciado el nuevo programa de Peyu, el humorista (sic) que al entrar en su casa tiene un cartelito con el mensaje «Dios os guarde y puta España». Él mismo lo mostraba, orgulloso de la proeza, en un programa de esos que muestran la vivienda de un personaje.
En fin, la última envainada ha sido la de reunirse con Carles Puigdemont en Bruselas durante hora y media. No ha habido rueda de prensa por ninguna de las dos partes, pero lo importante era la foto. El apretón de manos ha durado más de diez segundos. Ni los de Nixon y Brezhnev en plena Guerra Fría.
Cuando Quim Torra fue a ver al citado Puigdemont tras ser elegido presidente en mayo del 2018 -lo primero que hizo-, el propio Illa le reprochó que iba a recibir «instrucciones».
«El señor Torra comienza el curso político yendo a visitar al señor Puigdemont y, por lo tanto, a ponerse a sus órdenes; esto es lo que no le conviene a Cataluña». Nótese que aludía a ambos con el término «señor» en vez del más protocolario de «president». Una técnica habitual en nuestra clase política para restar importancia al rival.
“Lo que hace no es gobernar, sino recibir instrucciones del señor Puigdemont, que se ha ido de Cataluña, que ha huido”, insistió. En este caso no puso reparos en emplear el participio del verbo huir, que tiene connotaciones judiciales.
A continuación lamentó el “intento constante del independentismo, o al menos de algunos independentistas, de desprestigiar la democracia española, el Estado de Derecho y el poder judicial”.
Puestos a recordar cambios de opinión del dirigente socialista, vale la pena mencionar también ese vídeo que se hizo viral en las redes. Aquel en el que afirmaba, durante un mitin, que «ni amnistía ni nada de eso». «Lo repito para que quede claro», enfatizaba. Luego añadió: «Si a alguien se le ocurriera volver a actuar contra el Estado de Derecho, los socialistas catalanes estaríamos otra vez al lado del Estado de Derecho».
Este no es el Salvador Illa que conocí. Me lo han cambiado. Antes todavía le mandaba algún whatsapp quejándome. Porque me gusta ir de cara. Incluso me respondía. Y hasta aceptaba las críticas. Pero ahora ni eso. He tirado la toalla. Tampoco debería extrañarme. Es un alumno aventajado de Pedro Sánchez. Los socialistas o todo por el poder.
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