Los fundamentos mutantes del nacionalismo

Los fundamentos mutantes del nacionalismo

Poca gente conoce bien las vicisitudes que han vivido los movimientos nacionalistas desde su nacimiento en España, a finales del siglo XIX. El historiador vasco Juan Pablo Fusi, en su reeditada obra La patria lejana, cuenta cómo el nacionalismo constituyó una reacción romántica y autoritaria frente a los regímenes liberales del siglo XIX. Y añade que, ya bien entrado el siglo XXI, se ha producido un resurgimiento de muchos movimientos nacionalistas que nos deja en parecida situación a la vivida en el pasado siglo, ya que los problemas de entonces parecen renacer tras el paréntesis de la Segunda Guerra Mundial y el esperanzador fenómeno de la unificación europea.

La tesis central de la obra de Fusi es que el nacionalismo no es sólo un problema, ni tampoco un problema específico de España, sino que constituye una realidad histórica internacional. Y representa, sobre todo, una poderosa estrategia política para conseguir el poder.

Conviene, no obstante, explicar que los nacionalismos nacidos en España a caballo entre los dos pasados siglos -especialmente el vasco y el catalán- tuvieron un origen peculiar, sin cuyo conocimiento resulta imposible comprender unos movimientos políticos hoy pujantes, siempre basados en un fuerte componente emocional.

La decadencia de los postulados liberales nacidos al amparo de la Constitución de Cádiz de 1812 y la pérdida del imperio colonial tras el desastre de 1898 (guerras de Cuba y Filipinas) causaron gran desencanto en el ánimo colectivo de los españoles. Y esa situación fue hábilmente aprovechada por las corrientes románticas de fines del siglo XIX para sembrar el germen de importantes movimientos nacionalistas: vasco, gallego, andaluz y catalán.

Mientras el galleguismo y el andalucismo fueron sentimientos más fructíferos en el campo literario, la aparición de dos destacadas figuras políticas, Sabino Arana en las Vascongadas y Enric Prat de la Riba en Cataluña, dotó a los nacionalismos vasco y catalán de un fuerte componente etnicista y supremacista. Aunque los separatistas de hoy, por razones obvias, tratan de ocultar que los creadores intelectuales de sus respectivas patrias fueron grandes defensores de la superioridad de sus razas frente a la «vulgaridad y debilidad de la raza española».

Sabino Arana, inventor del termino Euzkadi y de la ikurriña actual, escribió: «La fisonomía del bizkaino es inteligente y noble; la del español inexpresiva y adusta. El bizkaino es nervudo y ágil; el español es flojo y torpe. El bizkaino es inteligente y hábil para toda clase de trabajos; el español es corto de inteligencia y carece de maña para los trabajos más sencillos. Preguntádselo a cualquier contratista de obras y sabréis que un bizkaino hace en igual tiempo tanto como tres maketos juntos». Y también: «El bizkaino es de andar apuesto y varonil; el español o no sabe andar, o si es apuesto, es de tipo femenino».

Por su parte, el prócer catalán Prat de la Riba publicó, en 1899, lo siguiente: «Los castellanos, que los extranjeros designan en general con la denominación de españoles, son un pueblo en el que el carácter semítico es predominante; la sangre árabe y africana que las frecuentes invasiones de las gentes del Sur les han inoculado se revela en su modo de ser, de pensar, de sentir y en todas las manifestaciones de su vida pública y privada. Es por eso que inspira tanta atracción a los extranjeros que rebuscan todo lo que es característico, es por eso también que los pueblos civilizados de Europa, tienen tanta dificultad para comprender su manera de actuar”.

Y añadió, en 1907: «Los hombres más eminentes de Mallorca ya han proclamado bien alta esta unidad suprema de la raza y catalanes se han llamado y catalanes de Mallorca llamamos a los hijos de la isla dorada. También se darán cuenta algún día en Valencia y entonces la Cataluña grande, redimida, fuerte y plena, podrá soñar con una más grande Cataluña, la que late en los patois y duerme en los archivos más allá de los Pirineos».

El racismo que rezuman esos viejos textos, aderezados por otros como la conferencia sobre La raza catalana pronunciada por el alcalde de Barcelona Bartolomé Robert en 1899, no ha acabado de desprenderse de las cabezas de muchos líderes nacionalistas contemporáneos. Es fácil encontrar alusiones supremacistas en manifestaciones públicas de Xabier Arzalluz, Jordi Pujol, Quim Torra u Oriol Junqueras. Como cuando Arzalluz hablaba del «Rh negativo de los vascos» o Junqueras manifestaba que «los catalanes tienen más proximidad genética con los franceses que con los españoles», cosa que el entonces líder del PP catalán, Alejandro Fernández, respondió diciéndole que tenía más aspecto de españolazo que de ciudadano europeo del norte.

Habiéndose edificado los movimientos nacionalistas peninsulares sobre fuertes bases etnicistas, la dramática evolución histórica del siglo XX les hizo cambiar sus argumentos. El auge del nazismo en Alemania y su apología de la superioridad de la raza aria causaron el terrible genocidio de millones de judíos, de forma que ciertos postulados racistas no pudieron ya defenderse tras la derrota alemana en la Segunda Guerra Mundial.

Precisamente para evitar los desastres causados por los nacionalismos identitarios nacieron, en la década de 1950, las primeras instituciones políticas precursoras de lo que hoy constituye la Unión Europea: CECA, CEE y EURATOM.

Por ello, nuestros nacionalismos peninsulares mutaron drásticamente su estrategia. Y, aunque muchos se siguen sintiendo integrantes de una «raza superior» (algo que resulta gracioso examinando fotografías de Aitor Esteban, Arnaldo Otegi, Jordi Pujol, Oriol Junqueras, Quim Torra, Carles Puigdemont, Jordi Turull, Dolors Bassa, Carme Forcadell, Anna Gabriel o Laura Borràs), hoy el fundamento esencial de los postulados separatistas pivota alrededor de la lengua. Para ellos, quien habla una misma lengua merece una misma «patria», cosa que no parece funcionar más allá de sus cansinas ensoñaciones regionales. Pues jamás los anglohablantes del mundo hablan de «países ingleses», ni los francófonos de «países franceses», como tampoco los españoles pretendemos que Iberoamérica siga siendo nuestra por los siglos de los siglos.

P.D. Al columnista Raúl del Pozo le gusta repetir esta frase del antropólogo e historiador Julio Caro Baroja: «El tipo más tonto que conocí fue Sabino Arana, hasta que leí a Prat de la Riba». Por cierto, el racista Prat de la Riba tiene dedicada una calle en Palma. Sería muy saludable eliminarla aplicándole criterios de memoria histórica.

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