Opinión

¡Eh! ¿Hay alguien ahí?

  • Carlos Dávila
  • Periodista. Ex director de publicaciones del grupo Intereconomía, trabajé en Cadena Cope, Diario 16 y Radio Nacional. Escribo sobre política nacional.

Esta semana, en un programa radiofónico de élite, se planteó a los contertulios de ocasión la siguiente pregunta: ¿Se está dando cuenta la sociedad española de lo que realmente está ocurriendo? Excuso decir que la  respuesta general fue ésta, tan breve como determinante: «No, en absoluto». Si esta cuestión la lleváramos a la calle, la contestación, con matices, oscilaría entre la del castizo chulapo que replicaría algo así como “¡Ah!, ¿es que está pasando algo?”, a la del presunto informado que, con toda solemnidad, incluso pelín molesto, explicaría: «Claro que sí, pero de esto tienen la culpa los medios de información». Podría incluso intervenir un tercer encuestado que se mostraría preocupado por la situación y que, a su vez, acusaría de que «nadie hace nada».

Desde luego, el cronista se queda con está última reacción por dos razones: porque es muy común como expresión de desconfianza en los políticos y también, claro está, en los periodistas; y porque constata una abulia extendida entre la gente, que se confiesa incapaz de rebelarse contra todo lo que le parece mal, y le parece mucho.

Si pudiéramos extraer una conclusión de esta muestra aleatoria y nada científica, convendríamos en una realidad: la gente no está por la labor ni de oponerse popularmente a los protagonistas de las fechorías que padece, ni tampoco, salvo en raras ocasiones, de salir reiteradamente a la calle para declarar su enojo y su resistencia y hostilidad a lo que de verdad está pasando. Como suele decir un periodista amigo: «El personal lo que más quiere es llegar al fin de semana con unos euros para gastar».

Esta situación naturalmente que le viene como anillo al dedo al Gobierno socialcomunista que ha obtenido un éxito descomunal, digno de  ser estudiado en las mejores cátedras del mundo: asentar en la vida de todos lo que Sánchez denominó, tras la supuesta primera salida de la pandemia, la nueva normalidad que consistía entonces y consiste ahora en un forzado retruécano, en convertir la anormalidad en normal.

El goteo diario e imparable de iniciativas sorprendentes, incluso inverosímiles, ha servido de vacuna a los ciudadanos, desde luego también a los más comprometidos, que se limitan a prever con un átomo de pitorreo: «A ver con qué nos sobresaltan éstos mañana».

El Gobierno y sus complotados tienen la certeza de que la noticia de hoy, aun siendo grave, va a ser superada en letalidad por la de mañana. Pondré un ejemplo: en los pasados días nos hacíamos dimes y diretes por la posibilidad, filtrada convenientemente, de que Sánchez, en una pirueta más, anunciara que, harto ya de soportar el chantaje de los separatistas catalanes, se podría envolver en la la bandera nacional y renunciar a entenderse con los forajidos de octubre del 17; pues bien, el propio Sánchez, consciente de que esta especie estaba tomando un cierto cuerpo, llamó a su vicepresidenta comunista o lo que sea, Yolanda Díaz, y la atosigó con presentar un acuerdo de Gobierno -un ejercicio de arado sobre el mar- para ocupar a unos y a otros en el menester de debatir sobre si es conveniente que los aviones dejen de volar en España.

La nueva anormalidad ha triunfado en el país, de forma que todo nos puede resultar tolerable. El Estado fallido del que ya nos hemos ocupado no parece preocupar el ánimo de unos ciudadanos que, en su mayoría –o sea, los que afortunadamente llegan a fin de mes– aceptan con resignación, y hasta con un ápice de ironía, que el aceite de oliva haya triplicado su precio en menos de un año. Han comprado generalmente el exordio de la falaz Calviño y las pretenciosas justificaciones de Sánchez que culpan a Putin de los desmedidos precios de los alimentos de primera necesidad.

Este Gobierno, mejor dicho esté régimen totalitario instalado ya en España, es un fiel y aprovechado seguidor de la doctrina partido a partido acrisolada por el vehemente Cholo Simeone. Sánchez, sus amanuense y sus corifeos mediáticos han transformado esta estrategia en un clínico «gota a gota» o, como dicen los agricultores canarios, en «todos los días un plátano», tan rico como está. De tal forma ha hecho fortuna esta operación en todos nosotros que ya, sin ir mas lejos, lo que parece interesarnos de la amnistía a los delincuentes catalanes no es la propia amnistía con excusas por habernos pasado de frenada, adosada, además, a la devolución de los dineros gastados en aquella brutal malversación; no, lo que ocupa ahora mismo las conversaciones del país es cómo se hará tragable la píldora, el sapo de la amnistía, qué se le ocurrirá a ese inmenso manipulador y embustero Sánchez para encubrir su rendición ante unos facinerosos que tienen como único objetivo el que ya están logrando: destruir una nación milenaria que o no puede o no quiere defenderse.

Porque no quiere. ¿Hay alguien ahí? O sea: nos vamos a dejar asesinar sin ni siquiera gritar que nos están matando. Muy bien están las manifestaciones tardías, aunque amplias, para declarar una protesta, pero al día siguiente ¿qué?

La mafiosa comunidad de Sánchez ya se ocupa en decolorar o ridiculizar estas convocatorias, ya cuenta con instrumentos para realizar esta minuciosa labor de zapa. Por lo tanto, la pregunta que deberíamos plantearnos habría de ser ésta: ¿Qué podemos hacer para oponernos a este derrumbamiento histórico?

Los partidos nos valen poco, porque uno de ellos se ha vendido por un plato de lentejas en La Moncloa a los barreneros; los medios no están todos en detener la hemorragia; la sociedad civil es más una aspiración que una realidad… Queda esto: el boicot activo a todo lo que perpetra el Estado delincuente: desde la negativa a asistir como periodistas a convocatorias donde se prohiben las preguntas, hasta la rebelión total cada vez que Sánchez abandone su refugio, cada vez que salga a la calle (Ferraz, este sábado); pasando, claro está, por la exigencia a todas las entidades influyentes, desde los empresarios a las universidades que aún no están en manos de estos infames, las academias (¿qué hacen, dónde está la Española, la de la Historia y la de Ciencias Morales Políticas?), los colegios profesionales, las asociaciones tibiamente monárquicas, las iglesias, la exigencia de que se aúnen en la operación Salvar España, tan imprescindible como urgente. Sólo así, cuando se nos pregunte «¡Eh! ¿hay alguien ahí?», se podrá decir: sí, está la España decente y escrupulosamente constitucional.