Opinión

¡Claro que hay buenos y malos!

Desde el pasado jueves 24 de febrero -una nueva fecha para la infamia- los europeos nos hemos hecho mayores y estamos reconociendo situaciones, peligrosamente concatenadas, que, aunque eran muy obvias, la corrección política no quería asumir: los EEUU han renunciado a seguir siendo los policías del mundo -o por lo menos de Europa- cansados de ver que los protegidos ni facilitan ni agradecen su protección; y el peligro de los regímenes autocráticos de los que dependemos económicamente y del mesianismo imperialista de algunos de sus líderes, que han pasado de manipularnos inicialmente a amenazarnos y a atacarnos en la actualidad. ¡Qué inteligentes y perspicaces somos! Y es que hemos visto las colillas, con forma de cañones humeantes, y rápidamente hemos dicho… ¡aquí han fumado!

Pero aún tenemos que reconocer una serie de factos que nuestro acomodado simplismo nos oculta: es imposible seguir renunciando, en nombre de un ecologismo ideológico, al desarrollo o mantenimiento de energías «menos» limpias, nucleares incluidas, que reduzcan la dependencia de recursos externos; es necesario formar y mantener, cuesten lo que cuesten -en dinero y en sacrificios personales-, ejércitos que sean capaces de enfrentarse con éxito a los de los países que nos amenazan; y es preciso empezar a tratar con firmeza a regímenes y a sociedades que nos desprecian, que se apropian indebidamente de nuestras ayudas o que, paradójicamente, las utilizan para atacarnos con los terrorismos que financian.

Por favor, mostremos el digno orgullo del general Coriolano en la tragedia de Shakespeare y quitémonos ya los complejos y el sentimiento de culpa. ¡Somos el primer mundo! No sólo en términos económicos, sino también en desarrollo social, en valores democráticos, en el reconocimiento y defensa de los derechos o, incluso, en la conservación del entorno natural. ¡Tenemos la razón!, y otros solamente alcanzarán ese nivel de desarrollo humano en la medida que quieran parecerse a nosotros.

En España, además, los factores de vulnerabilidad se agudizan. Por un lado, tenemos más amenazas, o están más próximas que al resto de países de Europa occidental; sufrimos, por ejemplo, reivindicaciones territoriales y nos quiere pasar una supuesta cuenta un régimen semiteocrático con comportamientos mafiosos que sacrifica a su anacrónica supervivencia los derechos de sus súbditos. Por otro, arrastramos, desde que los romanos explotaron el subsuelo de la península ibérica, un déficit de materias primas que nos hace dependientes de desarrollos energéticos que no pueden quedar al albur del papanatismo progre-verde. Y, por último, los regímenes antioccidentales -comunistas, islamistas o bolivarianos- han conseguido contagiar nuestras instituciones políticas y sociales, especialmente medios de comunicación, con células patógenas que tienen como reconocido objetivo minar nuestro sistema político, económico y valórico.

Por eso aquí el nudismo tiene que ser integral. El reconocimiento primero y la subversión de la degeneración después, nos obliga a desnudar y exhibir la vergüenza de una sociedad fatua, inane, amorfa, amoral… Porque no ha servido la desastrosa e interesada gestión de la pandemia, ni el sinsentido de un Gobierno ecológico-comunista, ni servirá esta guerra que agravará la pésima situación económica para darnos cuenta de que los líderes y referentes de una sociedad sana y próspera tienen que ser empresarios y trabajadores, científicos y pensadores, programadores y tecnólogos, juristas y economistas, artistas o militares; pero no los políticos populistas y ventajistas, los pseudofamosos y los actores con ínfulas intelectualoides, o los influencers animalistas.

En los años 80 Occidente encontró, sin necesidad de ir a buscarlos a los extremos del sistema, líderes como Ronald Reagan o el Papa Juan Pablo II que tuvieron claro que había buenos y malos, y que a los malos había que combatirlos sin dejar una mano en la espalda. Está claro que Putin, Jamenei, Kim Jong-un o Maduro nos van a dar muy malas tardes, pero no son peores que Brézhnev, Pol Pot o Fidel Castro a los que, con la convicción y la fuerza de esos líderes, se consiguió vencer o desactivar.