Carter: nunca un hombre benévolo hizo tanto daño
La bondad es una virtud admirable en las personas corrientes, aunque no tanto en los gobernantes. Como 39º presidente de Estados Unidos, James Carter (1924-2024) demostró que un hombre benévolo puede causar más daño que otro deshonesto o al menos suspicaz.
Nació en Plains, un pueblito de Georgia, entonces el Deep South, un estado pobre en el que la segregación entre blancos y negros era parte de la vida cotidiana. Cuando iba al cine con su mejor amigo negro, tenían que viajar en vagones de tren separados y sentarse en butacas distintas. Lo imponían las leyes aprobadas por los demócratas en las décadas anteriores.
Ingresó en la Academia Naval de Annápolis en 1943, donde se graduó como oficial. El fallecimiento de su padre en 1953 le obligó a abandonar la Armada y su sueño de capitanear un submarino nuclear para encargarse del negocio de plantación y distribución de cacahuetes de la familia. La empresa fue rentable hasta que él accedió a la presidencia; entonces, por una mala gestión, se hundió.
Se dice de Reagan que asombró su ambición de ser presidente, ya que pugnó por tres veces por la nominación de su partido, pero la de Carter debió de ser similar. Fue miembro del Senado de Georgia entre 1963 y 1967; después planeó su campaña a gobernador, que ganó en 1970. Durante su único mandato, que concluyó en enero de 1975, se preparó para presentarse a las primarias demócratas de 1976.
Formó parte del grupo de gobernadores sureños de los años 60 y 70 que, aunque proviniesen del Partido Demócrata y les hubiesen votado racistas, aplicaron políticas favorables a la integración de los negros. Otro de los miembros de este grupo fue Bill Clinton, gobernador de Arkansas en 1979.
Carter derrotó a Ford por muy poco; le superó en 1,8 millones en el voto popular, pero Ford quedó primero en más estados. La elección se decidió por unos 18.000 votos, los que le dieron la victoria a Carter en Ohio y Hawái.
Fue la primera vez desde 1932 que un presidente que buscaba la reelección la perdía y también el único triunfo demócrata entre 1968 y 1988. En cierto modo, el georgiano, un ‘Christian reborn’, fue el último presidente de la Confederación: nació en el sur, conoció la segregación y reunió el voto de los once estados que la formaron, salvo Virginia.
El ex gobernador de Georgia se jactó de ser un hombre sin ningún vínculo con la capital, donde los políticos y funcionarios del establishment planearon la calamitosa guerra de Vietnam y un presidente espió a la oposición. De sus promesas con tono populista destacan la de “Nunca les diré una mentira” y su compromiso de dirigir “un Gobierno tan digno como su pueblo”. Carter se colocaba en un plano de superioridad moral respecto al pantano de Washington. Igual que Reagan, que Clinton, que Obama, que Trump. El populismo en Estados Unidos es una tradición desde su nacimiento. En los últimos años, sólo Ford, Bush padre y Hillary Clinton presumieron de su experiencia dentro de una Administración de la que cada vez más ciudadanos desconfían.
A principios de siglo otro presidente demócrata y sureño (aunque racista convencido), Woodrow Wilson, no había dudado en invadir siete países caribeños y desmantelar el imperio austro-húngaro para llevar la democracia a sus pueblos. Con el mismo idealismo, al menos Carter fue mucho menos belicista. No envió tropas a ningún país; se limitó a retirar su ayuda a las dictaduras militares sudamericanas, lo que no impidió las represiones locales ni causó ningún derrocamiento, y a imponer sanciones a Sudáfrica y Rodesia, gobernadas por blancos. Sus buenos sentimientos no impresionaron a los comunistas.
En enero de 1979, huyó de Irán el último emperador, aliado de Estados Unidos al que en 1977 Carter había elogiado por haber creado “una isla de estabilidad en una de las áreas más convulsas del mundo”. En noviembre, un grupo armado asaltó la embajada en Teherán y se apoderó de 63 rehenes. Y en diciembre, la URSS invadió Afganistán, motivo por el que el presidente prohibió las ventas de cereales al invasor y, además, puso en marcha la colaboración de la CIA con los muyahidines.
Carter aprobó un rescate por la fuerza de los rehenes en Irán que concluyó en abril de 1980 en un desastre, con ocho muertos entre los comandos. Cuanto más pasaba el tiempo y más frecuentes eran las exhibiciones de los rehenes atados y vendados, más bajaba Carter en las encuestas. Aunque la película Argo le da voz para hablar del rescate “pacífico” de seis empleados de la embajada acogidos por el embajador canadiense, se omite la acción militar anterior. Siempre los progres blanquean a los suyos, sean torpes o ladrones.
Como hechos positivos destacan el acuerdo para la entrega del canal de Panamá (1977) a la soberanía de este país, creado por Estados Unidos al desgajarlo de Colombia, y el acuerdo de paz entre Egipto e Israel (1978).
En el interior, su último año completo registró la mayor tasa de inflación desde 1947, con colas en las gasolineras, y la mayor tasa de homicidios. Estableció en 1979 el Departamento de Educación, que la nueva Administración de Trump quiere suprimir. Y no nombró ningún juez del Tribunal Supremo.
Ronald Reagan le destrozó tanto en la campaña de 1980 como en los debates. En uno de éstos, Reagan preguntó a los espectadores: “¿Está usted mejor que hace cuatro años?”. Otro de los golpes de Reagan consistió en este cuento: “Anoche soñé que Carter se me acercaba y me preguntaba por qué quería su empleo. Le contesté que yo no quiero su empleo. Yo quiero ser presidente”. En las elecciones le adelantó en casi diez puntos.
La última humillación que sufrió Carter fue la liberación de los rehenes por los iraníes el 20 de enero de 1981, cuando Reagan prestó su juramento presidencial. Retirado de la política, su fundación intervino en infinidad de conflictos políticos y militares en el mundo. Contribuyó a resolver unos pocos y enredó en la mayoría. Por ejemplo, los partidos nacionalistas vascos pidieron su implicación en negociaciones entre el Gobierno español y ETA varias veces desde 1995.
Como parte de su activismo globalista, se unió a los Elders, una selecta cofradía de prestigiosos líderes retirados que tratan de ilustrarnos a los demás seres humanos sobre nuestras responsabilidades, como la emergencia climática y la discriminación de las mujeres. Allí Carter estaba con Nelson Mandela, Kofi Annan, Ernesto Zedillo o Mary Robinson.
Hace medio siglo, los presidentes de Estados Unidos pasaron a convertirse en máquinas de facturar, alquilándose para dar conferencias por cientos de miles de dólares o, mucho peor, para lavar la cara a regímenes despreciables mediante donaciones a sus fundaciones, como el caso de los Clinton. En cambio, Carter abandonó la Casa Blanca casi en la ruina, volvió a vivir, con su esposa, en su casa de dos dormitorios del pequeño pueblo de Plains. El coche blindado del Servicio Secreto aparcado delante de la vivienda tenía mayor valor que el inmueble.
A Carter se le puede aplicar la definición que hace Gene Hackman de Dustin Hoffman en la película El jurado: “Es un hombre de moral que vive en un mundo de moral relativa”. Quizás se le acabe recordando solamente porque abrió paso a Reagan, quien, para disgusto de tanto izquierdista y progre, derrotó al ‘Imperio del mal’.