Opinión

Buscando a Miguel de Cervantes

  • Pedro Corral
  • Escritor, investigador de la Guerra Civil y periodista. Ex asesor de asuntos culturales en el gabinete de presidencia durante la última legislatura de José María Aznar. Actual diputado en la Asamblea de Madrid. Escribo sobre política y cultura.

Alejandro Amenábar es un gran dibujante de cine o, lo que es lo mismo, un gran realizador de cómic. Y que se me entienda el sentido elogioso de la combinación. Su capacidad de fusionar el lenguaje del séptimo y el octavo artes es muestra de su contemporaneidad y puede explicar también su conexión con millones de espectadores.

Somos una generación sembrada y crecida en estos dos lenguajes y también en su mixtura, integración o agregación. El autor de Tesis es una buena prueba de ello: ahí está su primera serie televisiva, La Fortuna, basada en el comic El tesoro del Cisne Negro con el que el gran Paco Roca y Guillermo Corral recrearon el caso de los cazatesoros del Odyssey.

A esto responde esa calidad de gran viñetista que Amenábar imprime a las escenas de sus películas, donde cada una ocupa su exacta dimensión en la página audiovisual que se despliega ante el que lee su cine.

Pero existe el riesgo de que el dinamismo del cine se vea sometido al ritmo menos vivaz de la seriación, a veces excesivamente pausada, de sus cuadros. Riesgo que se salva muchas veces por la calidad interpretativa de los actores, lo que hace aún más sobresalientes las actuaciones, por ejemplo, de Karra Elejalde y Eduard Fernández en Mientras dure la guerra y de Miguel Rellán y Fernando Tejero en El Cautivo.

La queja sobre la falta de interés del cine patrio por nuestro propio legado cultural viene a ser desmentida por estas dos realizaciones de Amenábar, sobre Miguel de Unamuno y Miguel de Cervantes, respectivamente, si bien su aproximación a ambas figuras históricas tenga sus partidarios y detractores.

Resulta irrelevante la canita al aire que Cervantes se echa con el bajá en los baños de Argel, donde estuvo preso cinco años, desde que cayera en poder de los corsarios berberiscos en 1575. Forma parte de la sagrada libertad del realizador, si bien encuentra en la realidad histórica un resquicio por el que poder ser imaginada.

Se trata de la reiterada piedad del rey de Argel, Hazen Bajá, ante quien Cervantes compareció tres veces después de sus evasiones fallidas, que fueron cuatro. El veterano de Lepanto podía haber terminado sus días empalado como otros prisioneros, pero lo cierto es que valía más vivo que muerto, en concreto, quinientos escudos de oro, que fueron lo que pagaron finalmente los trinitarios por su redención.

El cervantista Jean Canavaggio se pregunta si lo que explicaría la magnanimidad del rey Hazen Bajá pudo ser la «intimidad» de Cervantes con otro importante personaje de Argel, del que habría sido informador: el renegado raguseo Agi Morato, chauz o enviado del Turco.

En el «Quijote», Cervantes rescatará el nombre de Agi Morato para bautizar al padre de Zoraida, la conversa musulmana que se fuga con el cautivo Ruy Pérez de Viedma, después de que este secuestre a su progenitor, al que abandonan en una playa, como aparece en la película de Amenábar.

De gran relevancia, y en favor de la actual lucha de las mujeres por sus derechos en Irán o Afganistán es, por cierto, el momento en el que Zoraida se libera de su hijab ante su padre y lo deja caer al mar por la borda de la embarcación.

Será posiblemente la necesidad del reclamo comercial lo que haya hecho del escarceo homosexual de Cervantes con su captor la nota predominante de la publicidad de El Cautivo, a pesar de que Amenábar no haga de ello el fundamento de la cosmovisión cervantina del mundo, como se ha hecho, a veces injustificadamente, con otros autores.

La película, no obstante, transita por dicha cosmovisión cervantina con su canto a la libertad y su fe en la creación literaria y artística como un modo sublime de ejercerla. A modo de Sherezade en Las mil y una noches, Cervantes se convierte en la voz que salva y redime de sus penalidades a los cautivos, incluido él mismo, a través de sus relatos, simbolizando el poder salvífico del arte.

Relatos que no son otros que las historias del Quijote sobre el citado Ruy Pérez de Viedma, incluida la de Zoraida, basadas en la propia experiencia de Cervantes en los baños de Argel. Un recurso que es un acierto pleno de Amenábar.

Con todo, el director de Abre los ojos elabora su propio homenaje a un personaje extraordinario, que dejó en su obra literaria una auténtica guía de la condición humana, siempre por descubrir para millones y millones de nuevos lectores en todo el mundo. No podía dejar de señalar que la película de Amenábar coincide con el décimo aniversario del hallazgo de los restos de Cervantes en lo más hondo de la cripta de la iglesia del convento de las Trinitarias, en la madrileña calle de Lope de Vega.

Un proyecto extraordinario costeado por el Ayuntamiento de Madrid y nacido gracias al impulso de Fernando Prado y Luis Avial. Contó con la experta colaboración de la Sociedad de Ciencias Aranzadi, que dirigen Francisco Etxeberría y Lourdes Herrasti, así como del archivero Francisco Marín Perellón y el sacerdote Jorge Teulón.

Inolvidable fue también la ayuda y entusiasmo de la comunidad de religiosas, con su priora entonces, Sor Amada de Jesús, a la cabeza.

Un equipo multidisciplinar patrocinado por el Gobierno municipal, con Ana Botella como alcaldesa, buscó allí durante meses los restos de Cervantes, que se creían extraviados para siempre durante la reforma del convento donde el escritor pidió ser enterrado por devoción a la orden trinitaria que lo liberó de Argel.

El valor económico del impacto de la iniciativa en medios de comunicación de todo el mundo, con la correspondiente proyección internacional para Madrid y España, ascendió a 100 millones de euros en solo unos meses, cuando el coste del proyecto fue de 124.000.

Se hallaron finalmente en lo profundo de la cripta los restos de un cajón de madera con huesos mezclados de varios individuos, entre mujeres, hombres y niños. Según constaba en un libro de contabilidad del convento, se había pagado al sacristán en 1697 para que desenterrara y trasladara los restos de las diecisiete personas enterradas en la antigua capilla ante las obras de reforma.

En aquella reducción se identificaron restos de al menos quince individuos, prácticamente en la proporción de mujeres, hombres e infantes cuya inhumación constaba documentalmente. También se hallaron tejidos de la época cervantina, en concreto de un hábito talar, pues uno de los allí enterrados era sacerdote, y una moneda del tiempo del traslado. Todas estas certezas documentales, arqueológicas y antropológicas permitieron confirmar que allí estaban los despojos del genial escritor, aunque su identificación singularizada no fuera viable por la imposibilidad de realizar pruebas genéticas.

Las monjas trinitarias habían cumplido fielmente así, a finales del XVII, su misión como custodias de los huesos de Cervantes, cambiándolos a la cripta de la nueva iglesia, en una de cuyas naves, a la entrada, siguen hoy su reposo eterno.

Nunca imaginé que mi destino vital me encontrase cumpliendo la condición de notario del segundo entierro de Cervantes, como concejal de Cultura entonces en el consistorio madrileño, junto con el secretario general del Pleno del Ayuntamiento, Federico López de la Riva, entre otros.

En aquellos días tuve la ocasión de tener en mis manos una de las calaveras encontradas en aquella reducción, de un hombre mayor, desdentado, como el autor de La Galatea se describía a sí mismo al final de sus días. Nunca olvidaré el momento. El profesor Etxeberría, que me había colocado entre las manos el noble despojo, me dijo: «Este puede ser Cervantes».

Me acordé de aquella escena shakesperiana al salir del cine y no pude evitar pensar en la pregunta de Hamlet ante el Cervantes de Amenábar: «Ser o no ser, esa es la cuestión».