Almeida

Almeida

José Luis Martínez-Almeida representa la vigencia de la mejor versión del Partido Popular, el principal partido conservador-liberal de España. El ave que corona las dos pes de su emblema ha volado muy alto este domingo, gracias a su entrevista concedida a un medio televisivo de la oposición. ¿Qué tiene el alcalde de Madrid para elevar el nivel medio de la política nacional?

Desde mi punto de vista, tiene dos cualidades poco frecuentes en la generalidad de los políticos: humildad y franqueza. A ellas, se suma la más importante de todas, el sentido común. Le alumbran además la equidad y la lógica. Y para rematar la faena, el necesario toque de encanto que requiere cualquier persona que lidera. Un toque muy sutil en su caso, pero existente. Almeida no divaga, construye en vista de la paz del monstruo. Ha sabido poner el foco en el problema, sin desviarse en aspectos que son ahora secundarios. Esto, que debería ser muy obvio, no lo es en absoluto, tal como demuestran los hechos.

Todo el problema que ven los políticos y los comentaristas es la cuestión de responsabilidad. ¿Quién es el que tiene las manos manchadas de sangre? ¿A quién le corre por los brazos, goteándoles los pies? En un residuo de moral, todos intentan cubrir sus apariencias, empezando por el presidente, que se sabe el mayor granuja de la cristiandad, con su alma vendida al diablo. Sin embargo, Almeida tiene un firme propósito de huir de este pormenor, ahogando las débiles voces de protesta en pro de la búsqueda práctica de soluciones. Cuando todo apunta a la demagogia, su tiro da más alto y suelta una verdad de a folio. La sociedad entera se identifica con sus planteamientos como la reducción a unidad de una pluralidad originaria.

Las vidas sesgadas sin lucha, los tormentos aplicados a seres indefensos, son de una mezquindad monstruosa. Fosas comunes y colas en bancos de alimentos nos dejan unas imágenes desgarradoras. Miles de muertos en un combate, cuyos enemigos no son hombres, ofrecen cierto aspecto de fúnebre grandeza. Ante esta situación, las revelaciones del juicio estoico de Almeida son concesiones de alivio, en este gran trastorno de la democracia que vivimos. Su figura, con la elevada moralidad que practica, representa una necesidad interna. No sacrifica su poder a las aspiraciones ideales.

Las palabras de Almeida están cargadas de una serenidad admirable. Es sagaz y astuto, se aventura con cierta prudencia. Tiene siempre buen cuidado de hacerse informar exactamente sobre todo, incluidos los sentimientos, que muchas veces son los que inspiran al “inspirado”. La terminación del desbarro no le corresponde a él. Tiene un espíritu vigoroso, juvenil, casi virgen de máculas. Su acción está encaminada a la paz. No cree en el cambio de valores de este gobierno, así que no ve ahí la batalla, con gran acierto. Pero sí cree que su figura al frente de la ciudad de Madrid puede influir para llegar a un acuerdo con los beligerantes. Está firmemente decidido a laborar desde la paz, sin desviar ni por un momento el primer punto de partida, que es la vida de los españoles.

El repudio al presidente Sánchez puede en él menos que las indicaciones de auxilio de su pueblo. Frente al enorme desequilibrio moral que vive el país, despuntan de su mano la instrucción, la educación y el sentimiento. Y no sólo de él, claro está; pero ensalzo aquí la afinidad real que él tiene con los madrileños y, como capital de nuestro reino, con los españoles, a falta de un verdadero e íntegro presidente del gobierno. La ceguera de muchos, puesta de manifiesta en tratar de lidiar una lucha alternativa, de callejón, está siendo un agravio que nos desestabiliza aún más. La leyenda de la defensa de ideales debemos borrarla ahora. Se debe seguir un sólo guion, el que marca la oportunidad de intervención eficaz y salvadora, tal como ha sugerido Almeida.

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