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Pampliega, secuestrado por Al Qaeda: «Pedí que me mataran, necesitaba paz y la muerte era mi liberación»

Antonio Pampliega
El periodista Antonio Pampliega. @PP
María Villardón

Periodista especializado en la cobertura de zonas de conflicto. Antonio Pampliega (Madrid, 1982) fue secuestrado por Al Qaeda cuando cubría la guerra de Siria en 2015 y estuvo cautivo diez meses. «A los nueve meses de encierro perdí toda esperanza y necesitaba descansar. Llamé a la puerta y pedí a los secuestradores que me mataran», explica.

Asegura también que en su celda de 34 pasos de ancho no olía a nada, sólo había un profundo silencio y una dolorosa soledad. «Había plena oscuridad, sólo recuerdo que cantaba villancicos y de vez en cuando pasaba gritando un vendedor de tomates», comenta. ¿Y comer? «No siempre, había días de todo, pero me solían traer las sobras, como a los perros. Recuerdo el día de mi cumpleaños: me dieron un bollito, lo corté en cinco trozos en honor a mi familia y me canté a mi mismo el cumpleaños feliz mientras lloraba desconsolado».

Tras el secuestro, Pampliega contó su «jodida» experiencia en el libro En la oscuridad; recientemente ha compartido sus vivencias con la Fundación Lo Que de Verdad Importa y, además, ha publicado Flores para Ariana, un nuevo trabajo –que tiene el nombre de su hija de 14 meses– donde cuenta las vivencias de las mujeres afganas bajo la opresión de los talibanes.

De aquellos diez meses, ¿qué olores recuerdas?

Más que el olor, lo que recuerdo son los ruidos. En mi caso, piensa que estaba en silencio absoluto, no hablé con nadie en siete meses. También recuerdo la oscuridad, sólo tenía un punto de luz en mi celda. Olores no, estaba tan encerrado que no olía a nada. De vez en cuando pasaba un vendedor de tomate gritando su venta. Estas son cosas que me han quedado grabadas. Pero, sin duda, sobre todo, la soledad. Sí, sí. La soledad y los ruidos. A día de hoy son cosas que arrastro: no me gusta ni estar solo, ni tampoco me gustan los ruidos.

Menuda vivencia. Qué espanto.

Ya, es que fue muy jodido. Pero mi profesión es la que es, ¿qué puedo hacer? Creo que tuve suerte, muchos amigos periodistas fueron secuestrados y no han salido vivos de aquello. Se tiene que asumir que hay peligros, que si vas a sitios como la guerra de Siria puede pasarte esto, son riesgos que conoces, pero debemos ir. Las consecuencias son las que son.

¿Qué se aprende sobre el valor del dinero en sitios como Siria?

Más que sobre el dinero, aprendes sobre la vida. Te das cuenta de que vivimos en una burbuja que nada tiene que ver con la realidad. Y hablo de Europa, Canadá y EEUU, te diría. El resto del mundo es un agujero negro. Aprendes, al menos así me sucedió a mí, a valorar mucho más todo y a darte cuenta de lo afortunados que somos de vivir y de nacer donde hemos nacido. Somos españoles, pero podríamos haber sido marroquíes, yo vivo en Málaga y sólo me separan de Marruecos 30 kilómetros, ¿eh? Pero, claro, no es lo mismo, hay una gran diferencia entre Marruecos y España.

Cuando te preguntaba por el dinero y Siria es porque tú siempre has creído que el traductor que os ayudaba a hacer el reportaje os había traicionado, os había vendido a Al Qaeda y lo había hecho por dinero. De ahí mi pregunta.  

Efectivamente, sí. Nos traiciona, nos vendió. Pero creo que no lo hizo tanto por el dinero, aunque en ese momento sí que lo hizo por eso, sino por una cosa mucho más importante para los sirios: la familia. La guerra de Siria posiblemente sea la más dura, junto con la de Yemen, del siglo XXI y todo está destruido. La familia de Usama, que así se llamaba, tenía una floristería en Alepo, pero allí todo estaba o cerrado o en ruinas. Su familia vivía en un campo de refugiados en Turquía, un país donde hay entre 5 y 10 grados bajo cero, un sitio donde se calientan con estufas de gas, si es que se lo pueden permitir en el campo de refugiados, claro. Él, bueno, tiene la oportunidad de darle una vida mejor a su familia. ¿Cómo? Vendiéndonos. Nosotros para él éramos el mal menor, lo importante para él es su familia. De todos modos, yo siempre me pregunto: “¿Yo no haría lo mismo que Usama si estuviera en mi mano ayudar a mi familia?”.

Tengo la impresión, por tu tono, de que no tienes rencor hacia esta persona, a pesar de su traición.

A ver, no tengo rencor porque todo salió bien, pero no perdono ni a Usama ni a mis secuestradores. No les odio, pero no les perdono. Usama, como miles de sirios, pudo elegir y eligió vendernos. Tengo amigos sirios en la misma situación que él, que, sin embargo, nunca me han mentido. Usama tuvo la opción e hizo eso, queda para él. Tampoco estaba en su piel, claro. También es cierto que han pasado ya demasiados años del secuestro, fue en 2015, para tener rencor dentro. No tiene sentido vivir con odio. Al fin y al cabo, María, él y su familia seguirán por años viviendo en una tienda de campaña. Yo tengo una casa en Málaga, una niña de 14 meses y estoy disfrutando de la vida. Se trata de una persona que no es trascendental en mi vida, pero no quiero saber nada de él.

¿Pero has sabido algo de él tras el secuestro?

Sí, me escribió hace unos años por Facebook para decirme que él también había sido víctima del secuestro de Al Qaeda.

¿Le contestaste?

Sí, le dije que se fuera a reír de otro.

Cuando te liberan cuentas que lo primero que haces es pedir perdón a tu familia. ¿Por qué?

Porque yo sí que he elegido mi profesión, a ellos se la impongo. Cuando voy a ese viaje a Siria sé los peligros que corro, sabía cómo estaba la situación y que los riesgos eran muy altos, sabía que cabía la posibilidad del secuestro. Pero aún así decidí ir y pensé en mí, en nadie más. Al final, ellos, mi familia, eran un daño colateral.

Cuando se está encerrado tantísimo tiempo en la oscuridad, sin poder hacer nada, sin hablar con nadie, ¿en qué se refugia uno para no volverse loco?

Los primeros meses estaba con mis compañeros, con Ángel –Sastre– y con –José Manuel– López, pero los siete restantes estuve solo. En los primeros meses, los miembros de Al Qaeda me dieron unos cuadernos y unos bolígrafos para que escribiese lo que a mí me diese la gana. Al principio sólo escribía unos diarios a mi hermana, quería que si encontraban mi cadáver, -no pensé salir vivo-, supieran quién era y lo que me había pasado. Y luego escribí novelas, la última que he publicado, Flores para Ariana, la comencé encerrado. Al principio me entretenía con eso, dando vueltas por el perímetro de la celda –34 pasos de pared a pared– o cantaba villancicos, pero terminas perdiendo la esperanza. Vas cumpliendo meses y te das cuenta de que ya estás en noviembre, que viene la Navidad y que tú estás ahí. Llega un momento en el que no aguantas más, todo es demasiado duro.

Es que debe ser imposible tener herramientas que te ayuden a gestionar una situación así, un secuestro.

Claro que no. Es imposible. Es que piensa que todos los días entraban y me pegaban, todos los días me amenazaban de muerte y eso te lo tienes que comer tú solo y, en serio, no tienes la capacidad mental ni para intentar manejarlo. Si al menos hubiera estado con mis compañeros, que nos cuidábamos o hablábamos, pero es que estás solo y eso es muy jodido.

De ahí que arrastres esa angustia a estar solo.

Eso es. Es que no me gusta nada. Siempre digo que nadie debería estar solo nunca, mucho menos en Navidad y momentos en los que debes estar con tu familia, amigos. Me acuerdo de que el 31 de diciembre estos hijos de puta me trajeron una mandarina para cenar, así que la hice 12 trozos para simular que tomaba las uvas. Ni abracé a nadie, ni besé a nadie. Mi cumpleaños también lo pasé ahí. A finales de febrero me dieron un bollito, así que lo guardé para el día 7 de marzo, el día de mi cumpleaños, para poder tomármelo. Según me lo iba comiendo, cantaba cumpleaños feliz y lloré desconsoladamente. Fue muy triste.

¿Te daban de comer cada día?

Había días de todo. El menú se basaba en un vasito de aceitunas, aunque no siempre, algún tomate, una lata de atún, arroz, etc. Pero la mayoría de las veces eran las sobras de los secuestradores, te traían los huesos del pollo roídos, restos de yogures, etc. Lo que le das al perro; es que así nos trataban, como perros. Yo salí de allí pesando como 60 kilos y yo soy grande, peso siempre como 100 – 120 kilos. Así que imagínate.

¿Les ves las caras en algún momento?

No, nunca. Siempre llevaban pasamontañas. Sólo les ves los ojos.

Vamos al día de la liberación. ¿Eras consciente de que ese día te soltarían? ¿Te habían dicho algo?

Entraron ellos en la celda, como a las 5 de la madrugada, creo, porque no tenía reloj, vestidos de negro y con el logotipo de Estado Islámico, me despertaron y me dijeron que me vistiera. Al ver cómo iban vestidos y despertarme, pensé que iba a pasar lo que iba a pasar.

Pensaste que te matarían, ¿no?

Sí, la verdad. Me visto, me sacan a una habitación, o eso creo, porque no veía nada, tenía tapada la cara con una capucha, me esposan y me meten en una furgoneta. Estamos dando vueltas durante un rato, no sé por dónde ni cuánto tiempo, dejamos la carretera principal y nos adentramos en un camino de tierra. Lo sé por el ruido, seguía sin ver nada y, además, llevaba la cabeza entre las piernas. Paran, abren la furgoneta y me dije: “Debe ser aquí donde hacen sus putos vídeos”.

¿Y entonces?

Una vez me bajan de la furgoneta, comienzo a caminar y percibo que es tierra, que es campo. Anduve, no sé, alrededor de 200 metros, me quitan la capucha y veo de rodillas a mis compañeros –Ángel Sastre y José Manuel López– y alrededor mogollón de soldados de Al Qaeda. Pensamos que nos iban a matar a los tres juntos, que van a hacer su vídeo para que el mundo vea nuestra ejecución o nos van a intercambiar con otra unidad militar.

Os ponéis en lo peor.

Sí, claro. En ese momento se acerca uno de los jefes, nos quitan las esposas y nos dicen: “¿Veis aquellas torres de vigilancia? Caminad hacia allí y no volváis nunca más”. No sé, toda una parafernalia de propaganda innecesaria. Pero sí, pensaba que nos iban a ejecutar.

¿Y qué se pasa por la mente en ese momento?

Yo rezaba mucho, hablaba con Dios –con Alá, con Buda, con quien tú quieras– y le pedía que si me mataban que fuera rápido y que no me doliera. Punto. Sólo quería eso. Tenía mucho miedo al dolor y la agonía frente a la cámara porque mi familia lo iba a ver. Mira, pensaba: “Si me van a decapitar, que sea rápido”.

Hay un momento en el que hablas con ellos. Llamas a la puerta y les pides que te maten. ¿Por qué?

Llevaba ahí nueve meses encerrado, estaba harto porque, además, no tenía ninguna respuesta, ni tampoco ninguna información de nada. Ni de mis compañeros, ni de mi futuro, ni de nada. Así que un día llamé a la puerta, abrieron y les pedí que me mataran, que me dejaran descansar ya porque tenía la cabeza que me iba a estallar. Necesitaba paz y la muerte era una forma de liberación.

¿Y qué te dicen?

Nada. Me pusieron una televisión.

¿Cómo?

Sí, sí. Una televisión. Por primera vez en meses vi las noticias, las veía en France 24, y me enteré, por ejemplo, de que íbamos de nuevo a elecciones, que el Madrid estaba jugando la final de la Champions contra el Manchester de Guardiola. Y pensé: “Joder, hay vida más allá de esto”.

¿Cómo es tu vida ahora?

Como la de cualquier persona. Tengo una hija, seguiré viajando como hacía antes de la pandemia, pero daré un paso atrás en lo que se refiere a cubrir zonas de guerra. Quiero decir, ya he hecho muchas cosas durante años, no tengo que demostrar nada a nadie. Quiero tener una vida más tranquila, iré a zonas de guerra, pero no iré al límite como he ido antes. Se acabó arriesgar tanto como he hecho antes.

@MaríaVillardón

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