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Si tu hijo demuestra empatía y comprensión podría tener una inteligencia emocional elevada
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A veces, los padres se preguntan si están criando a sus hijos con las herramientas necesarias no sólo para que sobrevivan, sino para que vivan felices, conectados con los demás y consigo mismos. Dudas que surgen a lo largo de la crianza, y para las que a veces no sabemos encontrar respuesta. Sin embargo, a veces las pistas más valiosas están ahí, ya que basta observar el modo en que tu hijo habla de lo que siente, en cómo se comporta con otros niños, o en cómo reacciona cuando algo no sale como esperaba y sabremos qué nivel de inteligencia emocional tiene.
Porque no todo es sacar buenas notas o ser el más rápido en el patio. Existe una cualidad que marca una diferencia real en la vida de los niños: la mencionada inteligencia emocional. Esa capacidad de comprender lo que sienten, de ponerle nombre a sus emociones, de tener empatía por los demás, de adaptarse a los cambios sin derrumbarse. Y, según los expertos, cuando un niño tiene esta inteligencia más desarrollada que sus compañeros, se nota. Se nota en lo que dice, en cómo actúa y en cómo se relaciona.
La buena noticia es que no hace falta esperar a que crezcan para saber si tu hijo va por ese camino. Hay señales claras que puedes empezar a observar hoy mismo. Y quizá la más importante de todas tiene que ver con una sencilla pregunta: ¿sabe tu hijo identificar y expresar lo que siente?
La clave para saber si tu hijo tiene una inteligencia emocional
Uno de los signos más evidentes de una inteligencia emocional alta es la capacidad del niño para identificar lo que está sintiendo y ponerle nombre. Parece algo simple, pero no lo es tanto. Muchos adultos de hecho, todavía luchan con ello. En cambio, un niño emocionalmente inteligente puede decir: «Estoy frustrado porque no me salió el dibujo como quería” o «Estoy nervioso por el examen de mañana». Y ese reconocimiento es un primer paso crucial para poder gestionar lo que está ocurriendo dentro de él.
Esta habilidad no aparece por arte de magia. Suele ser el resultado de un entorno en el que los sentimientos se validan, se hablan y se respetan. Cuando los padres muestran sus propias emociones con naturalidad (sin dramatismos, pero sin esconderlas) los niños aprenden que sentirse triste, enfadado o ansioso no es malo ni está prohibido. Solo es parte de ser humano.
Tiene empatía con los demás, incluso si no le dicen lo que sienten
Otra señal clave es la capacidad de ponerse en el lugar del otro. No hace falta que un niño diga: «Estoy siendo empático». Basta con que se acerque a un compañero que se ha caído, que se muestre preocupado si su hermana está triste, o que note que mamá ha tenido un día difícil y le diga: «¿Estás bien?». Esos pequeños gestos hablan de una conciencia emocional mucho más profunda que la media.
Este tipo de sensibilidad no sólo permite tener relaciones más saludables desde la infancia, sino que también avanza la posibilidad de éxito personal y profesional en la vida adulta. Y como todo, se cultiva. Los padres podemos ayudar a desarrollarla haciendo preguntas como: «¿Cómo crees que se sintió tu amigo cuando pasó eso?» o «¿Qué crees que podrías hacer para ayudarle a sentirse mejor?». Hablar de emociones ajenas es una forma poderosa de educar en la empatía.
Escucha con atención y responde con presencia
Puede que muchos niños sepan hablar sin parar, pero no todos saben escuchar. Sin embargo, un niño emocionalmente inteligente escucha de verdad. Esto significa que presta atención a lo que otros le dicen, no interrumpe, y responde de forma coherente. No siempre lo hará perfecto, pero se nota cuando hay un esfuerzo genuino por comprender al otro.
Se adapta con facilidad a los cambios
La vida está llena de giros inesperados, incluso para los más pequeños. Un cambio de clase, un amigo que se muda, una norma nueva en casa… La adaptabilidad es otro rasgo que delata una inteligencia emocional madura. No significa que el niño no sufra o que todo le parezca bien, sino que es capaz de asumir el cambio, procesarlo y seguir adelante sin quedarse atrapado en la frustración.
Los niños con esta habilidad suelen mostrar más flexibilidad ante lo nuevo, menos resistencia a los cambios, y una actitud más positiva cuando algo no sale como esperaban. Para fomentar esta capacidad, es importante que los padres no ocultemos los cambios, sino que los expliquemos, los acompañemos emocionalmente y les demos espacio para expresarse. Decir cosas como: «Es normal que te sientas así. ¿Quieres que lo hablemos?» puede marcar una gran diferencia.
Sabe calmarse y gestionar su enfado
Una de las señales más determinantes es la capacidad de autorregularse. Esto significa que el niño no se deja llevar totalmente por su impulso emocional, sino que es capaz de reconocer lo que siente y buscar formas sanas de calmarse. No es que no se enfade, sino que sabe que hay alternativas al grito, al berrinche o a tirar cosas.
Esta capacidad se entrena con paciencia, no se impone a base de castigos. Enseñarles técnicas como contar hasta diez, respirar hondo o alejarse un momento del conflicto puede ayudarles muchísimo. Y, por supuesto, lo más importante es que nosotros como adultos seamos un ejemplo vivo de autorregulación. Si los niños ven que gestionamos bien nuestros propios enfados, estarán más preparados para hacer lo mismo.
Si al leer estos comportamientos te has sentido identificado con lo que hace tu hijo, enhorabuena: probablemente estás fomentando su inteligencia emocional más de lo que creías. Y si todavía no lo ves del todo, no te preocupes. La inteligencia emocional se desarrolla con el tiempo, con cariño, con atención y con práctica. No es un talento reservado a unos pocos, sino una habilidad que todos los niños pueden aprender si cuentan con el entorno adecuado.
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