La prueba más dura de ‘El juego del calamar’ es terminar la serie sin dormirse
Crñitica (sin 'spoilers') de la tercera temporada de la ficción coreana
El verdadero Juego del calamar consistía en terminar la serie sin sentir hastío y decepción. Crítica sin spoilers de la tercera temporada del gran éxito de Netflix que se despide por la puerta de atrás gracias a una tanda de episodios aburridos y sin sentido que eclipsan todo lo que supuso el arranque de la ficción coreana. Hwang Dong-hyuk cierra su creación (aunque se parece ser que el universo de El Juego del calamar seguirá existiendo en otros países o con otros personajes) traicionando la esencia de su historia. Mientras que la primera temporada hacía una reflexión contra la deshumanización del capitalismo, la serie ha caído en su propia trampa alargando (por dinero) lo que podía ser una obra épica y desdibujando sus intenciones. Lo único bueno de los últimos 6 capítulos son las pruebas (crueles y sádicas). Lo peor, sin duda, es el absurdo de muchas situaciones y la antipatía que provoca Gi-hun, el personaje principal.
Un gigante con pies de barro
La primera temporada de El juego del calamar fue todo un fenómeno social más allá de su éxito en Netflix. La historia no dejaba de ser la enésima versión del mito del laberinto del Minotauro, popularizado en las últimas décadas gracias a cintas como Battle Royal o, sobre todo, Los juegos del hambre y derivados. Lo que hizo trascendente a la serie de Hwang Dong-hyuk fue una iconografía muy bien diseñada que se quedaba en la retina del espectador (los uniformes rosas, los decorados que recordaban a las pinturas de Escher o los juegos infantiles convertidos en trampas mortales). Con El juego del calamar se confirmaba el poder de la industria surcoreana para crear historias genuinamente locales que podían viajar a cualquier país del mundo.
La primera entrega no dejaba de ser una historia muy sencilla adornada de crítica social anticapitalista y trufada de personajes arquetípicos y reconocibles. La tesis era tan simple como efectista: ¿Puede el individuo mantener su humanidad frente a un sistema que insiste en anularte como persona?
Pero poderoso caballero es don dinero. El algoritmo manda y lo que se podía haber quedado en una serie épica se rindió al capitalismo de las plataformas y Netflix quiso explotar el fenómeno. Desde un punto de vista económico, alargar la historia era la opción más obvia. ¿Se podía haber hecho bien? Puede, pero no ha sido el caso.
El primer error fue continuar con Gi-hun (el héroe y único superviviente del primer juego) como protagonista de la segunda y tercera temporada. Primero, esta idea hacía que la historia resultase previsible en los primeros capítulos de la segunda tanda para, después, en los últimos seis episodios, convertirse en un personaje amargado y sin interés alguno. Sus decisiones, su cara contínua de asco y su falta de carisma arrastran a El juego del calamar a la desidia más absoluta.
Los problemas de la tercera temporada
Tanto la segunda como la tercera temporada se grabaron seguidas, por lo que funcionan como una sola (dividida por Netflix sólo para hacer más rentable el producto) y hay continuación directa.
Comenzamos pues con un Gi-hun devastado tras fracasar en su intento de sabotear el juego y tras haber visto morir a gente que le importa. Ahora, el héroe empieza a perder su humanidad y se vuelve violento. El sistema ha triunfado. O no.
El primer problema de El juego del calamar 3 es que si muchos personajes y tramas de la anterior tanda ya nos costaban, aquí va a peor. Los capítulos se hacen eternos, sobre todo por todo lo que ocurre entre prueba y prueba.
Las situaciones se vuelven más irrisorias que nunca, más imposibles y absurdas (¿Dar a luz en 10 minutos y salir corriendo en plena matanza? ¿En serio?). Las muertes son violentas pero incoherentes. Llega un momento en el que al espectador le da igual quien vive o quien muere.
Hay un giro en el capítulo 2 que ya se veía venir y que es lo que motiva a todos los personajes hasta el final. La idea no es mala, el cierre, de hecho es esperanzador y manda un mensaje importante en los tiempos que corren, el problema es que es todo demasiado previsible y aburrido.
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