Opinión

¡Viva el capitalismo indecente!

El Fondo Monetario Internacional ha sido hasta hace poco una institución inmaculada. Los progres la han combatido desde siempre. Pero la organización se ha ido manteniendo incólume a las salvas de artillería. Se inventó para garantizar el sistema de pagos internacional y para asegurar el cobro de las deudas pendientes, que exigían, en el caso de los países incumplidores, programas de ajuste estructural y obligaba a reformas del sistema económico a fin de hacerlo más eficiente y productivo. Esto ha cambiado por completo desde que el veneno del buenismo ha llegado hasta lo más alto de las instituciones que velaban por el buen orden mundial y la continuidad del capitalismo, es decir, hasta el FMI.

Su directora gerente, Kristalina Georgieva, es una búlgara que por primera vez no tiene conocimiento sólido alguno de economía. Está allí por la cuota, por ser mujer y por ser del Este de Europa. También es una señora que no tiene complejos. Hace unos días envío a todo su ‘staff’ una imagen haciendo deporte, que se la podría haber ahorrado porque la naturaleza no la ha dotado graciosamente, y su mensaje promoviendo la vida saludable haciendo el ridículo no la deja en buen lugar. Estas cosas podrían parecer simplemente anecdóticas. Pero tienen su importancia. En el FMI trabaja gente muy preparada, pero si la directora ha perdido el juicio, el resultado puede acabar siendo demoledor.

Por ejemplo, es demoledor que el Fondo haya propuesto un impuesto a las rentas altas para pagar la factura de la pandemia. Cuando le enseñé este titular a mi amigo Chema, el dueño del bar Aolmar, al lado de la Ciudad de los Periodistas de Madrid -al que no le sobra el dinero y que es una persona trabajadora y corriente- me dijo: “¡Pero estos se han vuelto locos! ¡Si lo que se trata es precisamente de lo contrario, de rebajar las cotizaciones sociales, de reducir la presión fiscal, de empujar a la gente como Amancio Ortega y a todo el que cree puestos de trabajo!”. Ya se ve que en Washington ahora no piensan igual. Por eso tenemos un problema.

En condiciones normales, las políticas públicas han de penalizar al que hace las cosas mal, pero el progresismo dominante lleva mucho tiempo promoviendo cambiar las reglas del juego para que el castigo recaiga sobre el que tiene éxito, sobre las empresas y las personas más competitivas y eficaces. Y así el FMI alienta un impuesto para aquellos a los que les ha ido mejor durante la pandemia, a los que habría que dar un premio por haber sido capaces de enriquecerse legalmente en condiciones tan hostiles.

Naturalmente, este impuesto se llamará un “impuesto de solidaridad” a fin de reducir las desigualdades sociales, y en ese afán por la fraternidad universal que declaran todos los socialistas que entorpecen con cada una de las medidas que adoptan el progreso de la humanidad este impuesto habrá de servir para ‘blanquear’ a los ricos, para redimirlos, para absolverlos, para perdonarlos; servirá “para mostrar a los más vulnerables y afectados por esta crisis que la lucha contra la pandemia es un esfuerzo colectivo de la sociedad”. Esto parece perfecto, aunque creo que se comete un gran error de principio. El esfuerzo no es colectivo. Es coactivo. Sería, caso de que se pusiera en marcha, decretado ‘manu militari’.

En los años remotos, cuando ha tenido lugar una guerra de consecuencias brutales, la primera y la segunda grandes guerras, por ejemplo, quizá era razonable pensar en una contribución de carácter temporal y transitorio para reparar los destrozos causados por la hecatombe. No para fomentar la igualdad, elevar el gasto social estructural e impulsar la progresividad fiscal, que es lo que ahora se pretende. Pero esta situación perentoria, que es la base argumental en la que se apoya el FMI no tiene nada que ver con la situación en España ni en la mayoría de los estados desarrollados. En ellos, y desde luego aquí, se ha producido desde hace tiempo una subida muy notable del Impuesto de la Renta y el gravamen sobre el patrimonio es punitivo. En nuestro país la contribución a la mal llamada solidaridad universal ya es un hecho antes de la pandemia. Ya destinamos el 80% del gasto público a políticas mal llamadas solidarias, porque realmente son confiscatorias.

La segunda gran arremetida de la acorazada progresista, impulsada por la secretaria del Tesoro de Estados Unidos, Yanet Jellen, en el marco del G20, que reúne a los principales estados desarrollados del mundo, es la de establecer un tipo mínimo global para el Impuesto de Sociedades. Así se acabaría de un plumazo, dicen estos aprendices de brujo, con la competencia fiscal de los estados, que en mi opinión es la situación ideal. A mi juicio, los estados son soberanos. Les corresponde, y están en su derecho, establecer los impuestos que necesitan en relación con los gastos en los que están pensando incurrir de acuerdo con la estrategia prometida a los que los han elegido.

Por ejemplo, en Madrid, que no es un estado, pero que tiene grandes facultades fiscales, se ha logrado el milagro -gracias a que ha gobernado casi siempre la derecha- de que los impuestos sean lo más reducidos posibles para aguantar unos pagos públicos razonables, con el resultado de que el crecimiento es superior a la media de España y el déficit público inferior al del resto de las autonomías. No sé si se pueden hacer las cosas mejor.

La señora Jellen, que no tiene un pelo de tonta, pero que es la mano derecha del presidente de Estados Unidos Joe Biden, y que es socialista como él, pretende castigar de nuevo a los que tienen éxito. No tolera la prodigalidad de los mejores, aspira al desenvolvimiento de vuelo gallináceo del progresismo contemporáneo con la excusa de que así se logrará una fiscalidad global más justa. ¿Pero no será más justo que las personas ingresen cada mes en su cuenta corriente el mayor fruto posible de su esfuerzo, después de haber correspondido proporcionalmente con su servidumbre hacia el resto de la sociedad, a fin de ayudarla siempre que no pueda llegar a final de mes?

La idea de que se necesita todavía extraer más recursos de las clases productivas para fortalecer un Estado de Bienestar que mina los incentivos para que la gente salga del atolladero por sus propios medios es criminal. Que la semilla del mal haya llegado hasta lo más alto del FMI es igualmente una pésima noticia. El hecho de que este organismo internacional hasta ahora venerable patrocine un impuesto temporal de solidaridad para que las rentas altas y las empresas que más se han beneficiado de la crisis -gracias a su diligencia, su buen hacer y su pericia- contribuyan a pagar la factura de la crisis es una ofensa al sentido común que lastrará el crecimiento que tanto necesitamos.

Yo no he conocido jamás un impuesto temporal. Todos acaban convirtiéndose en permanentes. Y lo mismo sucede con los gastos sociales. Kristalina Georgieva, la directora gerente del FMI, el tonto de Piketty, el español Joaquín Estefanía, otros personajes nativos menores como José Carlos Díaz, todos estos progres de la época que se dedican a socavar a diario el sistema más exitoso del mundo defienden la tesis ridícula de que el capitalismo debe asumir ‘una actitud decente’. Que evitar excesos asegurará su futuro. Primero te señalan como una bestia, y luego te recomiendan el bálsamo que calmará tu presunta fiereza. La verdad es que dan mucha pena.

Este fin de semana leí en El País, ese risible y grotesco “periódico global”, que “los países que mantienen políticas fiscales dañinas para el interés general deben entender que su excesiva obstinación no será jamás olvidada”. Me pareció que era un aviso para navegantes, una advertencia totalitaria. Un anuncio del próximo ajusticiamiento. Me pareció que estaban refiriéndose como siempre a Ayuso, esa Agustina de Aragón que nos puede librar del asedio general. Pero estos señores están muy equivocados. El capitalismo es indecente por naturaleza. Indecentemente provechoso y fructífero, cabría decir. Sobre todo para los pobres.