OPINIÓN

Trump denuncia la cacería de granjeros blancos en Sudáfrica

Trump denuncia la cacería de granjeros blancos en Sudáfrica

Cuando estalló la batalla mediática (no real) en torno a las supuestas injurias racistas contra el madridista Vinicius, una popularísima cabecera deportiva nos aleccionaba desde sus páginas que “no basta con no ser racista: hay que ser antirracista”.

La frase me desconcertó inicialmente. ¿No es la posición ideal en este asunto el no ser racista? ¿Qué diferencia hay entre la mera no discriminación racial, el “daltonismo racial”, como dicen en América, y el antirracismo? La respuesta, como casi todo en la conspiración woke, está en la indecente manipulación de las palabras que contamina ya toda la vida política occidental.

Después de ver a los diputados norteamericanos, presididos por la demócrata Nancy Pelosi, literalmente de rodillas en homenaje a un delincuente habitual de poca monta muerto de sobredosis de fentanilo durante su detención, alguien que no ha contribuido con nada bueno a la vida de sus semejantes, el santo súbito George Floyd, uno entiende mejor lo que quieren decir por “antirracismo”.

Esta semana, la prensa del régimen ha coincidido en una palabra para informar sobre la rueda de prensa que mantuvieron Trump con el presidente sudafricano, Cyril Ramaphosa, que había venido a pedir perras: “emboscada”. Supuestamente, Trump había tendido a Ramaphosa una trampa similar a la que, de nuevo presuntamente, tendió al ucraniano Zelensky también en la Casa Blanca.

Lo que hizo Trump fue centrar la atención pública en una de las crisis de derechos humanos más ignoradas del mundo: los violentos ataques contra agricultores blancos en Sudáfrica. Trump ordenó a su personal que reprodujera un video con pruebas de crímenes de lesa humanidad. Acusó a Ramaphosa de cometer genocidio contra agricultores blancos en Sudáfrica. En el video, el líder populista de izquierda Julius Malema pedía el asesinato de los 4,5 millones de blancos del país, o aproximadamente el 7,3% de la población total, y un monumento al Plaasmorde, el destino brutal de docenas de granjeros blancos asesinados.

¿Está exagerando el presidente? Quizá sí, quizá no. Pero esa no es la cuestión: en el lenguaje de la comunicación política nada es inocente y todo carece de matices. La cuestión es por qué todos los grandes medios y la clase política ha estallado en una unánime condena cuando la Administración Trump ha dejado entrar en el país a una cincuentena de afrikaners blancos, cuando llevan décadas disculpando e incluso jaleando que se cuelen ilegalmente en el país millones de extranjeros. Incluso están convirtiendo en una causa santa la devolución de un salvadoreño, marero y maltratador doméstico, devuelto a su país.

Ya es imposible ocultar la obviedad, visible a toda hora en la actualidad norteamericana y, en parte, en la europea, que lo que la izquierda llama “antirracismo” es en realidad un virulento racismo inverso, una endofobia que amenaza con destruir toda cohesión social. El hombre blanco es el cáncer de la humanidad, como decía la feminista Susan Sontag, una cita que parece haberse convertido en el mantra de nuestro tiempo.

El mal, esparcido por medios y universidades, ha hecho metástasis, no es meramente injusto con la población blanca, convertida en villano colectivo, sino enormemente nociva para negros e hispanos, a quienes se trata, no como individuos con ideas propias y libre agencia, sino como a menores de edad, niños a los que hay que proteger de sí mismos y juzgar con indulgencia criminal cuando despliegan conductas antisociales.

Las preferencias raciales en la contratación pueden ser una discriminación contra los blancos, pero es sobre todo un insulto contra las otras razas, a las que se juzga, contra lo que reivindicaba Martin Luther King, por el color de su piel y no por el contenido de su carácter.

Trump se ha propuesto acabar con el racismo oficial desmantelando un sistema de preferencias que es un monumento a la discriminación racial y de enseñanza del autoodio nacional en las escuelas lo que, paradójicamente, le ha granjeado violentas acusaciones de racismo por parte de los sospechosos habituales.

Lo que ha logrado Trump con su gesto en la Casa Blanca -como con su abolición del sistema de preferencias y su acogida de afrikaners- ha sido desenmascarar públicamente a un progresismo que aborrece realmente la igualdad y disfraza de antirracismo sus profundos prejuicios raciales.

Lo último en Opinión

Últimas noticias