¿Y si los separatistas desairan al Rey?
¿Y si comparece Sánchez como recadero de la ralea independentista y filoterrorista para mostrarle a Felipe VI el apoyo de estos barreneros? ¿Y si el Rey reclama que los presuntos socios le comuniquen oficialmente su postura? ¿Y si éstos se conforman con mandarle una misiva al Monarca comunicándole que se niegan a verle pero que apoyan al felón? Aún caben una decena de interrogantes más sobre esta muy delicada cuestión, pero quédense con la que le transmite al cronista un diputado electo que lleva en el Parlamento no menos de veinte años: «¿Puede el Rey confiar la investidura a quien se presenta de delegado de otros que, seguridad, eso será así, le han ofrecido sus votos? Pues en esta cuestión, como en algunas otras, la Constitución Española no dice ni pío, entre otras cosas porque sus redactores nunca creyeron que cosas como éstas pudieran ocurrir en España. Con ocasión de un debate, más mediático que político, sobre ese Artículo, revestido de pura obsolescencia, que incluye la primogenitura del varón sobre la hembra en el aspirantazgo a la Corona, uno de los siete constituyentes, José Pedro Pérez Llorca, un prodigio de jurista recientemente fallecido, reveló al cronista dos pormenores realmente curiosos: uno, que fueron los diputados que representaban a UCD los más opuestos a esta determinación exclusivista; dos, que si existe en nuestra Norma Suprema un capítulo ambiguo y por tanto sujeto a cien interpretaciones, es el referido al papel y función de la Monarquía.
Pues bien: ahora estamos padeciendo esa tara. Estos días menudean los dimes y diretes sobre cuál debe ser el comportamiento del Rey en un trance como esta investidura sin precedentes en la reciente democracia española. Las tesis más atrevidas vienen insistiendo en que el jefe del Estado no puede ceder el protagonismo a quien presenta, como socios inexcusables para obtener la mayoría parlamentaria, a quienes, según propia declaración e incluso ateniéndonos a sus actos, no sólo detestan y pretenden acabar con la actual forma de Estado, sino que, como etapa volante, propenden a laminar la Monarquía Parlamentaria. Estas apreciaciones no son, ni mucho menos, reflexiones diletantes; no, fíjense que este mismo jueves, Carlos Puigdemont, el delincuente prófugo de la Justicia, ha perpetrado desde su cueva de Waterloo, que por cierto pagamos todos sus odiados españoles, un ataque frontal, indecente hasta decir basta a la propia Institución. En su analfabetismo partidista, este sujeto indeseable atribuye a Franco, con el que él vivió estupendamente, la designación del Rey, primero Don Juan Carlos I, ahora Don Felipe VI, como primera autoridad del Estado. ¿Dónde deja este ágrafo todo lo inscrito, ya se ve que de forma etérea, en la Constitución que aprobó el pueblo español el 6 de diciembre de 1978? Es este Puigdemont otro que mantiene su cabeza para alojar simplemente un flequillo de los setenta. Por debajo de la pelambrera de Carlos Puigdemont no existe más que odio e indigencia intelectual.
Y, por debajo también del debate señalado, está muy viva la cuestión de si el Rey debe y puede endosar la responsabilidad de una investidura a un individuo, Pedro Sánchez, que lleva adosados a su lomo a todos los protagonistas de la escoria política nacional, desde los filoetarras que ya gobiernan con el voto delegado de Sánchez en Navarra, a los separatistas que, según indican sugerentemente sus voceros, se disponen a situarle en la cúspide de la gobernación española. Sólo una mera insistencia asimismo en forma de pregunta: siendo, como es el Rey, el solo y único responsable del otorgamiento de la investidura ¿tiene de forma obligada que ofrecérsela a quien representa a los artificieros de la voladura de la misma Monarquía y desde luego de España? Pase lo que pase en este trance histórico, la duda, por lo menos la duda, sobrevivirá a este momento crucial de nuestra Historia.
Regresemos al principio. Es más que seguro, porque no es la primera vez que ocurre, que los secesionistas de diverso pelaje van a desairar al jefe del Estado negándose, porque se van a negar, a acudir a La Zarzuela, para informarle de sus propósitos. Así, por vía directa, personal, Felipe VI no tendrá noticia de cuál es el sentido del voto que depositarán en la sesión correspondiente de las Cortes. El Gobierno, que no descansa, está urdiendo toda serie de artimañas para contar como válidas, y manifestadas al Rey, las voluntades de sus presuntos aliados. Algún rumor destacaba la semana pasada que Bolaños -un auténtico dueño del mal y del juego sucio- intentaba a convencer a sus conmilitones de toda especie que, puesto que estos no tienen la menor intención de perder un minuto visitando La Zarzuela, escriban un documento público en el que anuncien su decisión. No debe haber tenido mucho éxito esa ingeniosidad chapucera porque ya se ha abandonado. ¿Cuál esa ahora la fórmula para que los acólitos del sanchismo compaginen su desaire al Rey con la proclamación de su voto a favor de la investidura? Pues ya no se ocurre más que éste: que Sánchez informe al Rey de que cuenta con los apoyos suficientes para pasar el fielato del Parlamento. En consecuencia, la enésima pregunta a este respecto vuelve a ser ésta: ¿Vale ese torticera fórmula para que Felipe VI se dé por contento, constitucionalmente satisfecho, sin haber evacuado consulta alguna con los ausentes, y encargue al perdedor de las elecciones la investidura para repetir como presidente del Gobierno -¡ojo!- del Reino de España? No hace falta ser un avezado jurista para presumir que no, que este método en que el chico de los recados se convierte en el árbitro de su propia designación no resiste el menor análisis de dignidad y decencia políticas. Por si acaso, el cronista ha preguntado a un antiguo, y muy influyente miembro del Tribunal Constitucional cuál es su opinión al respecto. Ha sido claro: «Esto no tiene un pase».