Opinión

La secta de los castrados

Llegan opiniones airadas de gente que no sabe escribir y que apenas se anima a hacerlo cuando le das una idea a la que engancharse, pues padeciendo de grave idiocia, nada se le ocurre, ni podrá ocurrírsele nunca. Tal trastorno, bien definido como la deficiencia de magnesio cerebral, impide que el espontáneo acceda al arte de la escritura, por no enumerar los plurales y obscenos fallos de ortografía y gramática que el suicida comete en cada una de sus quejas. Quevedo, virtuoso del ingenio escrito, encuadernó a tales rastreros y sucios verdugos de la noble lengua española en: “La secta de los castrados”, con ánimo de denostar a todos los junta-letras que carecen de lenguaje y cultura en denigrantes proporciones.

García-Andrade, en «Raíces de la violencia», habla de la inferioridad del yo como rasgo de carácter del escribidor (mal escritor), pues su inseguridad genera tal violencia acumulada que sólo puede liberarla de forma tormentosa a través de agresiones compensadoras de la estulticia que le envuelve y que arrastra angustiosamente. Mil veces lo dije y lo repetiré otra más: susodicho intruso en el arte de escribir nació imbécil y sufre constantes recaídas. Huérfano de talento, cubre su cobardía con arrebatos y anonimatos para infamar a OKDIARIO o al peor de sus colaboradores, o sea, a mí. Cosa que me honra, que ser el peor ya es algo y ser un cero elevado a cero, nada es, por mucho que el castrado presuma más que una mierda en un solar.

Vaya una portentosa insolencia que Ramón del Valle-Inclán, genio de nuestras letras, le espetó a Francisco Villaespesa, narrador de tres al cuarto. Entraba el siglo XX cuando el primero halló al segundo en El Gijón, el último café literario de Madrid. Tras sorprenderle en una mesa garabateando sobre una triste servilleta su crónica diaria para ABC, le soltó: “Villaespesa, tú te pones a escribir, no se te ocurre nada y, ¡hala!, sigues escribiendo”. Lo mismo sucede con los papanatas que creen agraviarnos. Para poder ofender a alguien, el receptor del agravio ha de tener la piel muy fina, porque como esté curtido en afrentas, los escupitajos le resbalan. El fabuloso Baltasar Gracián, en «Agudeza y arte del ingenio», ya alertó a los incautos infradotados que disparan con harina por desconocer la pólvora, que: “Más ofende mancha en brocado que en sayal”.

Pero los castrados, que no leen o, si lo hacen, no asimilan lo que han leído, forman la secta de los torpes, apáticos, exhaustos de impulsos, embotados y lentos. Literariamente vistos, son oponentes de guata, antagonistas de blanda cadera que se atrincheran en el cuartel de sus propias frustraciones, o en el zulo de las redes sociales, desde donde despotrican cobarde e impunemente. Si Podemos crease una ONG, algo tan improbable como que resucitase la cabra que dio leche a los fenicios, la entera secta de los castrados alzaría el puño a cambio de un inmediato trasplante de gónadas.