El problema del endeudamiento como normalidad asumida

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Desde hace tiempo, no me canso de repetir que estamos instalados en una espiral en la que se ha normalizado el hecho de que se incurra en déficit de manera permanente y que la deuda se incremente sin un final previsto en el que se amortizase. Cada día oímos a un político, en muchos casos de cualquier tendencia ideológica, tratar con naturalidad tanto la existencia de déficit público como de su consecuencia, la deuda pública. Así era, recuerdo, cuanto estudié Económicas: al hablar en macroeconomía o en política fiscal del saldo presupuestario se hablaba de déficit, porque la experiencia pasada mostraba que era el único signo que se alcanzaba, el negativo.

Bien es cierto que en la segunda parte de la carrera, al coincidir con el proceso en el que los países de la UE tenían que cumplir con sus compromisos para alcanzar los criterios de convergencia y entrar en el euro, se empezó a ser consciente del problema que representaba el déficit y la necesidad de erradicarlo. Sólo durante ese período breve de tiempo -desde el establecimiento de los objetivos de convergencia para entrar en la moneda única europea hasta la modificación del protocolo de déficit público excesivo en 2005- vimos defender en algunas ocasiones lo contrario. La disciplina europea fue importante para ello -sobre todo, hasta que los incumplimientos de Francia y Alemania hicieron relajar equivocadamente las actuaciones cuando se entraba en el protocolo de déficit público excesivo- y en España, con el profesor Barea a la cabeza, había por primera vez un Gobierno -el del presidente Aznar- que se tomaba como un objetivo la reducción del gasto, la consecución del equilibrio presupuestario y, con ello, la disminución del endeudamiento.

Sin embargo, desde la crisis, toda esa disciplina se ha perdido: varios de los diferentes países de la Unión Europea, por ejemplo, no han terminado nunca de alcanzar el equilibrio presupuestario, es habitual que los distintos gobiernos traten de renegociar sus objetivos de déficit y deuda, para que la Comisión Europea les conceda un mayor margen, flexibilizando, así, su cumplimiento. Ahora, la propia Comisión pone sobre la mesa la posibilidad de relajar las normas de estabilidad cuando se retorne a ellas, ya que ahora mismo están suspendidas.

Todo esto sucede con la mayor naturalidad, sin que el grueso de los ciudadanos se escandalice por ello. Es más, ven el déficit y la deuda como algo normal. Muchos, afortunadamente, están en contra de que les suban los impuestos, pero, sin embargo, cuando llegamos al terreno del endeudamiento público no encontramos un rechazo tan claro, cuando supone también un problema de unas dimensiones muy importantes.

¿Por qué es un problema relevante? Porque, como cualquier ciudadano sabe, una persona, empresa o familia no se pueden endeudar sin límite. Deben contar con un nivel de deuda manejable que les permita anticipar renta futura -dentro del ciclo de renta vital y consumo intertemporal- con cargo a endeudamiento o, en el caso de las empresas, acometer una serie de inversiones que les permitan mejorar su producción, ventas, ingresos y beneficios. Lo mismo sucede con el sector público: no puede endeudarse indefinidamente, porque todo tiene un límite, que es el de la capacidad de repago que puede tener una economía. Generalmente, la medimos respecto al PIB o, incluso, más orientado hacia la liquidez de cada ejercicio, respecto a los ingresos no financieros que obtienen (que son, básicamente, impuestos). Pues bien, sin embargo nos encontramos con que el déficit es recurrente, con lo que la deuda se acumula, sin cesar, en valores absolutos, y no parece que haya visos de que eso vaya a cambiar tras la catarata de gasto en tiempos de pandemia, que en lugar de ser coyuntural, como debería, gran parte se ha convertido en estructural.

A lo máximo que aspiran los gobiernos es a reducir la deuda sobre el PIB, pero debido al mayor incremento de actividad económica que de la deuda en valores absolutos, es decir, mayor ritmo de crecimiento del denominador que del numerador, porque el objetivo de déficit no lo abandonan, y al haber déficit es obvio que la deuda se sigue incrementando, ya que el déficit de cada año se convierte en endeudamiento por ese importe, que se incorpora al montante total de deuda. La deuda sólo se reducirá cuando se vaya amortizando, y eso sucederá cuando se genere superávit, es decir, cuando los ingresos sean mayores que los gastos, pero no parece que la tendencia actual vaya por ese camino.

La deuda pública es una inmoralidad, al cargar a las generaciones futuras con el lastre del excesivo gasto de las generaciones presentes. Tantas voces que surgen en todos los ámbitos clamando por ser responsables en el comportamiento cotidiano respecto al uso de plásticos, vehículos con motor de combustión o cualquier elemento que pueda perjudicar al medioambiente, para, así, legar un planeta mejor en el que vivir a las generaciones futuras, y prácticamente nadie levanta la voz para censurar la insostenible deuda que vamos a dar en herencia a nuestros sucesores. Ahora, el Gobierno da cheques a los jóvenes, en un intento electoral de atracción, y no les dice que lo devolverán con creces con la deuda que van a tener que pagar principalmente ellos en los próximos años. Está bien que se trate de proteger el medioambiente -y mucho mejor estaría si se hiciese de manera verdaderamente eficiente y no sólo con el fanatismo que muchos exhiben de cara a la galería- pero lo que es imprescindible es que cese el excesivo gasto y, por tanto, la excesiva deuda que se va acumulando, porque darles en herencia a las generaciones venideras una losa de deuda de tales dimensiones como la actual no es algo ni ético ni sostenible.

Esto es inaceptable. Estamos cargando a generaciones venideras con una deuda inasumible, al enviar hacia delante el peso de los excesos de gasto actuales. El gasto, al final, se ha de financiar o con impuestos, o con inflación o con deuda. Todos ellos terminan siendo, de alguna manera, impuestos. No es bueno que haya ni muchos impuestos, ni mucha inflación (que se convierte en un impuesto regresivo y en un elemento que empobrece a la sociedad), desde luego. Lo mejor es que haya un gasto limitado con unos impuestos bajos y se pueda cerrar cada ejercicio en equilibrio. Ahora bien, lo que es intolerable es que por no reducir el gasto se genere deuda. Quienes quieran malgastar el dinero público, que tengan el valor de decirles a los ciudadanos que les van a subir los impuestos para sufragarlo. Es obvio que lo que tienen que hacer es no gastar tanto y no subir los impuestos, pero partiendo del supuesto en el que hayan malgastado, que asuman su responsabilidad y se lo digan a los actuales votantes. Lo que no se puede hacer es condenar a muchas generaciones futuras a la pobreza por tener que pagar los desmanes actuales. Queremos un futuro próspero, sin atar a nuestros sucesores con una deuda que no es suya.

Por tanto, se trata de bajar gasto, de no subir impuestos de manera neta, de acabar con el déficit y entrar en superávit para, de esa forma, ir amortizando la deuda. Hay que acabar con la normalidad en la que se ha convertido gastar más de lo que se tiene y endeudarse, y hay que hacer lo contrario: tener superávit y amortizar deuda. No hay que tener miedo a hacer esto último, pues será otra forma de bajar impuestos, en este caso, futuros, y quien primero lo haga y lidere esta iniciativa, al final se llevará el reconocimiento -y los votos- de los ciudadanos porque los habrá librado de una deuda insostenible.

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