Un pacto que resta
Desde sus orígenes el teatro ha sido el arte de entretener al espectador mediante la farsa escrita por un dramaturgo que sabía plasmar en un guion las pasiones y críticas que mueven la sociedad y la política.
Han pasado más de 25 siglos y la vida nos ha devuelto a esa suerte de engaño, travestido de teatrillo, con dos intérpretes y un libreto, escrito meses atrás, que encarnaban la «alegoría del entendimiento».
Porque eso, y no otra cosa, fue el pacto entre Pedro Sánchez y Yolanda Díaz, dando a entender a los españoles que, después de tanto mover la tramoya entre bambalinas, se había alcanzado, por fin, un acuerdo como si el argumento no estuviese ya concertado desde antes del 23-J.
Y como en toda comedia que se precia, también aparecieron los corifeos –excepción hecha de Podemos, que no acudió al estreno- para aplaudir a los protagonistas.
Hasta aquí, lo que los medios de comunicación nos contaron. Pero tras el trampantojo de la coalición «de progreso», se esconde una realidad que llevamos padeciendo los últimos cinco años.
El pacto reedita las políticas que han llevado a España a estar a la cabeza del paro juvenil en Europa; a la cola en la recuperación económica tras la pandemia, incapaces de gestionar los fondos europeos; con una deuda pública que supera el 111% del PIB; con una presión fiscal al alza; y unos precios difícilmente soportables para las familias.
Reedita la política del intervencionismo, no sólo en sectores como la energía o la vivienda, sino que ahonda en esa visión de un Estado omnipresente para regularlo todo y decidir por nosotros qué es lo que más nos conviene.
Reedita la política errática y alienada de nuestras relaciones internacionales que provoca que el prestigio internacional de España caiga en la indigencia. Mientras, vamos empedrando el camino hacia el modelo de países donde gobiernan los populismos.
Reedita la política de la inseguridad jurídica y de la mayor presión fiscal, ahora acrecentada por el anuncio de un nuevo hachazo impositivo a las grandes empresas, a las que se pretende hacer tributar en el impuesto de sociedades por el resultado contable, en lugar de por la base imponible, como hasta ahora.
La intención de recaudar 10.000 millones de euros más por esta vía ha puesto en alerta a las grandes compañías y algunas ya han comunicado que no tendrían problema en llevarse fuera de España sus inversiones.
También se han empeñado en revisar los gravámenes a la banca y a las energéticas, para que lo que iba a ser coyuntural se convierta en permanente, cuando finalice la vigencia de su aplicación.
Y, lo peor de todo, reedita la política de la confrontación sectaria contra el partido político que ganó las elecciones, mientras se blanquea a los independentistas y a los herederos políticos de ETA.
En lo que afecta a los madrileños, es la reedición de la persecución y del castigo a la Comunidad autónoma que más ha plantado cara a las políticas socialcomunistas del gobierno de Pedro Sánchez.
Pero a pesar de que Madrid siga siendo maltratada en los Presupuestos Generales del Estado, en el reparto de los fondos europeos o en las inversiones en la red de Cercanías, como dijo la presidenta Díaz Ayuso: “no nos van a callar”.
De este modo, acto tras acto, la comedia empieza a transmutar en tragedia en cuanto los puntos del acuerdo conforman un rosario de ocurrencias, brindis al sol y torpezas difíciles de digerir y más difíciles de aplicar.
A la ya citada política fiscal confiscatoria, se añade la propuesta de reducir la jornada laboral, manteniendo el mismo salario. La pregunta es «¿quién lo va a pagar?», porque muchos empresarios y autónomos ya van al límite.
Y seguimos con la peregrina idea de eliminar los vuelos nacionales en los trayectos que existan transportes alternativos y duren menos de dos horas y media. Un anuncio que ha provocado la caída en bolsa de las compañías aéreas, genera incertidumbre y sigue ahuyentando a los inversores.
Pero si preocupantes son los puntos del pacto, lo que genera mayor temor es lo que se esconde tras el escenario, lo que no sabemos del peaje que estará dispuesto a pagar Pedro Sánchez al fugado de la justicia, con residencia en Waterloo, a la espera de que se apruebe una amnistía anticonstitucional –se vista como se vista-, para mantenerse en La Moncloa.
Son los entresijos del teatro, que el espectador casi nunca llega a conocer, pero que en la obra que se representó esta semana en el Museo Reina Sofía condicionan su final. No está escrita la última palabra de ese pacto, hasta que el señor Puigdemont decida avalarlo con sus siete votos en el Congreso de los Diputados. Dejar la gobernabilidad de la Nación en manos de quien quiere acabar con la ella, además de inquietante, es una vergüenza y una deshonra.
De esta forma, en la política, como en la vida y en el teatro, todo lo que no suma, no vale para nada o acaba por restar. El pacto del PSOE y Sumar aporta la nada a lo que ya conocemos y anuncia con letras mayúsculas lo que restará en el futuro: libertades, estabilidad institucional, rigor presupuestario, seguridad jurídica, inversiones, empleo… y, me barrunto, que también una parte de la convivencia entre españoles.
Toda obra de teatro, hasta las más infausta, tiene su título, aunque sólo sea para que la Crítica la recuerde por lo mala que fue. En esta oportunidad, me he permitido la licencia de llamar a esta tragicomedia de igual manera que al artículo: «El pacto que resta».
Miguel Ángel García Martín es consejero de Presidencia, Justicia y Administración Local de la Comunidad de Madrid
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