Opinión

La industria política o la canibalización de las buenas causas

En su magnífico prólogo de Aproximación a la historia de España, el historiador Jaume Vicens Vives apuntaba al error de fiarse del simple desarrollo de las instituciones públicas como elemento fundamental para captar «la realidad humana» de un determinado período histórico. No porque un país hubiera evolucionado institucionalmente más que otro significaba que la realidad diaria fuera mejor que en otro que hubiera evolucionado menos. Ni la historia podía estudiarse como una sucesión de reyes, batallas y efemérides varias ni tampoco como una mera consignación de la historia de sus instituciones. Una cosa es la fachada institucional de un régimen, con su ordenamiento jurídico, «fórmulas que elevan límites, pero nada más que límites» y otra muy distinta «la forma cómo los hombres tergiversan la voluntad ordenadora del Estado (..); en lugar de las grandes colecciones legislativas, -Vicens Vives prefería- los humildes archivos en donde la ley choca con la vida: protocoles notariales, fondos consulares y mercantiles, archivos de policía, decisiones de los tribunales de justicia, etc.».

Al hilo de la reflexión del historiador catalán, está claro que las democracias modernas vienen demostrando que la hiperinflación normativa e institucional -en forma de múltiples organismos que se van creando al albur de la diarrea legislativa que emana de nuestros parlamentos- no sólo no es sinónimo de una mejora del bienestar del ciudadano de a pie sino más bien de todo lo contrario.

Si analizamos la fabulosa industria política que, en forma de institutos, consejos, observatorios, oficinas, direcciones generales, consorcios o fundaciones, florece en torno a los gobiernos como una inextricable tela de araña, con un sinfín de organismos inútiles o ineficaces que parecen no tener otra función real que la colocación de enchufados y el cobro de dietas, observamos cómo cada uno de ellos obedece a una disposición legislativa que ordena la creación del mismo siempre en nombre de un fin ética o moralmente superior. No hay ninguna «buena» causa ni «buena» intención (dejo para otro día discutir la bondad de estas causas e intenciones) a la que la posmodernidad no haya encontrado acomodo en algún texto legal. Ninguna. Y por lo tanto, ninguna tampoco que no se haya traducido en un organismo autónomo a cargo del presupuesto. Un organismo que, una vez alumbrado y financiado a cargo del contribuyente, se mantendrá por los siglos de los siglos con independencia de que haya fracasado o cosechado cierto éxito en su ejecutoria. Tal vez al principio la función -inspirada a menudo en una «buena» causa o intención- creara el órgano.

Lo que está fuera de toda duda es que el órgano terminará canibalizando la función para la que fue creado, sin importarle ni los resultados ni tampoco los daños y efectos indeseados causados. Es más, de creernos las recomendaciones de quienes dirigen, participan o se benefician de estos organismos y de su actitud frente a las críticas, inevitables en una sociedad plural, la solución que esgrimen siempre es la misma: dedicarle más recursos. Si su organismo no ha saciado nuestras expectativas se ha debido, coligen, a una falta de dinero.

Sin ánimo de ser exhaustivo, uno se pregunta por ejemplo qué razones existen para seguir manteniendo entidades tan inútiles e inoperantes como algunas que figuran en los presupuestos autonómicos de 2022 de la autonomía balear: el Consejo Económico y Social (0,8 millones), la Oficina de Lucha contra la corrupción (1,3 millones), la Sindicatura de Cuentas (3,9 millones), el Consejo Consultivo (1 millón), la Oficina de Defensa de los derechos lingüísticos, el IBAVI (7 viviendas construidas en los últimos seis años: 75,7 millones de presupuesto en 2022), el IBJOVE (3,4 millones), el ICIB (3,57 millones de euros), el Centre Balears Europa (1,3 millones), el IBESTAT (3 millones), el Instituto Balear de la Mujer (4,3 millones), la dirección general de Soberanía Alimentaria, la dirección general de Memoria Democrática, la dirección general de Política Lingüística, la dirección general de Política Industrial, la dirección general de Derechos y Diversidad, la dirección general de Relaciones Exteriores, la dirección general de Cooperación, la dirección general de Modelo Económico y Ocupación, la dirección general de Transparencia y Buen Gobierno, la Secretaría Autonómica de Memoria Democrática y Buen Gobierno, la comisión de Ética Pública, el Instituto de Estudios Autonómicos (524.000 euros), el Instituto para la Convivencia y el Éxito Escolar (en 2021, 0,5 millones gastados por sólo 38.000 euros presupuestados) o el Instituto de Evaluación y Calidad del Sistema Educativo (IAQSE), por mentar sólo los más pintorescos.

No es ninguna casualidad, ciertamente, que hasta día de hoy no haya aparecido todavía ningún dirigente que, en un acto de honradez y honestidad, se haya dirigido al pueblo para anunciarles solemnemente que disuelve el organismo que dirige por bajo rendimiento, por no tener apenas competencias, por haberse mostrado incapaz de abordar la problemática para la que fue creado o, sencillamente, por morir de éxito tras haber consumado todos sus objetivos iniciales. Ahí tienen, sin ir más lejos, el pésimo ejemplo de esta dirección general de Soberanía Alimentaria del Govern cuya inquilina Paula Valero ha regresado a la península -echaba de menos su tierra, al parecer- sin haber concretado ni un solo proyecto en más de dos años de estancia en Palma y después de que las organizaciones agrarias pidieran su dimisión.

Lejos de abolir sin más una dirección general sin apenas contenido que no ha servido para otra cosa que para colocar a esta prodigio de Podemos que, gracias al sobresueldo de 20.000 euros de plus de residencia, se animó a venir a Baleares para aportar su infinita sabiduría en autarquía alimenticia, lejos, como decía, de suprimir esta dirección general, Armengol y la consejera de Agricultura Mae de la Concha han decidido mantenerla para que la ocupe otro.

Como el economista norteamericano Gordon Tullock, destacado miembro de la escuela de la Public Choice, apuntó en su día, no hay ninguna razón para pensar que un político, burócrata, activista o tecnócrata (abogados, economistas, psicólogos, historiadores, politólogos, lingüistas, publicistas, periodistas…) que se mueva en la órbita de influencia de la Administración para obtener estudios, proyectos, asesorías, subvenciones y contratos a costa del contribuyente, sean distintos del hombre común de la calle. «Si los burócratas -decía Tullock- son hombres normales, tomarán la mayoría de sus decisiones de acuerdo con los que les beneficia a ellos, no a la sociedad en sí misma. Como los demás hombres, pueden sacrificar en algún momento su propio interés por el bien general, pero debemos esperar que esto sea un comportamiento excepcional».

En efecto, tan excepcional que encontrar alguno en el tripartito balear presentaría probablemente más dificultades que las de Diógenes para encontrar en la antigua Atenas a un hombre verdadero.