Opinión

La indignidad de Begoña Gómez

La comparecencia de Begoña Gómez en la Asamblea de Madrid constituye una de las escenas más aberrantes de todo este año. Se sucedieron preguntas y más preguntas, maravillosamente bien formuladas, con un silencio delator como respuesta. Fue magnífico e insuperable el repaso que le hizo Mercedes Zarzalejo, doctora en Derecho. Esta diputada conoce a pies juntillas el proceso reglado de consecución de una plaza docente en la universidad pública española. Así lo demostró cuando puso sobre la mesa el sacrificio personal que suponen las ingentes horas que hay que dedicar a formarse y a demostrar la valía como investigador y profesor universitario.

Sé bien de lo que hablo porque yo también he pasado por ese aro. Dos licenciaturas de cinco años cada una, que compaginé en el tiempo; dos años de cursos de doctorado, una tesina para conseguir la suficiencia investigadora y una tesis doctoral, con tres hijos pequeños en el mundo, y trabajando en otros asuntos en paralelo: he aquí mi historial. Creo que es suficiente para poder opinar de este asunto. He de añadir una década como docente en diferentes universidades públicas, avalada por la acreditación que otorga la Agencia Nacional de Evaluación de la Calidad y Acreditación, como profesora contratada doctora.

El ingente esfuerzo que supone la carrera universitaria tiene igualmente una enorme recompensa personal. Los conocimientos se quedan en uno y soy de esa rara especie que cree que, con amplio bagaje cultural, se vive mucho mejor, se entienden y se disfrutan más todos los aspectos de la vida. No será el caso de la protagonista de este escrito. La sinvergonzonería de esta indigna mujer está en sintonía con el puñal de traiciones de su marido. Este par de individuos debe guardar cadáveres en el armario de su dormitorio y convencerse el uno al otro de que el olor a putrefacción es un placer para los sentidos.

La cara de esta perversa impostora, ante la secuencia de preguntas en la Asamblea de Madrid, era la de la miseria y la oscuridad más nauseabunda. Todos los docentes dignos de este país deberíamos escupirle al unísono, esperando verla entre rejas, como ella mismo dijo, «más pronto que tarde». Nos das náuseas, Begoñita. El prestigio del Instituto de Empresa, de la Complutense y de todo lo que toque esta zafia y descarada masajista cae en tropel con una fuerza sorprendente.

Creerá la señora Goliat que tiene muchos enemigos por ser una persona importante, una idea que quedará reforzada por su marido: «Nosotros no somos como los demás». Su característica indolencia, como si con ella no fuera la historia, queda reforzada por las manos de su cirujano. No aporto nada nuevo si afirmo que las mujeres que se estiran la piel, pierden expresividad.

Para las que tienen el rostro lleno de heridas y sufrimiento, es un remedio más que efectivo; pero qué duda cabe de que una mujer que está segura de sí misma y va aprobándose en cada una de sus etapas, no necesita esa mentira estética como refugio a su vacío interior. En el caso de esta mujer, que ha vendido y revendido su alma al diablo, este disfraz le vino de perlas para demostrar impasibilidad. Además, debe ser un alivio cuando se mire por las mañanas al espejo: «Esa no soy yo».

En estos años ha pulido sus maneras barriobajeras, quizás también su incultura, pero el honor y la dignidad no hay manera de comprarlos. Esta gimnasta de la trampa encarna el fenómeno sanchista por antonomasia, una lamentable víctima más del ego desbordado y enfermizo de su marido.

De riguroso negro, con sus característicos andares patosos y movimientos torpes, trató de evitar la escena por todos los medios, pero finalmente se desnudó ante el mundo. No se puede bajar más la cabeza, ni languidecer más de fatalidad. Begoñita, haz algo por ti misma, querida. El hedor de tanta bestia humana nos está agobiando ya demasiado.