Opinión

El Estado parvulario y la burocracia del consuelo

«Si ha habido un cambio en el sistema educativo balear es que los docentes no sólo son docentes, sino que también son psicólogos, padres, trabajadores sociales y educadores sociales de los alumnos. Además, se ha producido una pérdida de respeto hacia los profesores y hacia la propia educación». Son palabras textuales de un maestro aparecidas en un artículo del arabalears.cat que trata de escudriñar los motivos del fracaso de PISA 2022. A lo largo del artículo los profesores entrevistados señalan los fallos más graves de la enseñanza balear, eso sí, sin ninguna intención de acabar con ellos como si fueran una maldición inexorable.

Analicemos cuáles son estos fallos estructurales de la enseñanza balear: a) se han reducido ostensiblemente los contenidos académicos; b) los maestros tienen que esmerarse no sólo en enseñar sino también en tratar emocionalmente a los alumnos y en crear una atmósfera de convivencia y respeto en el aula; c) inclusividad llevada al extremo, con un alto porcentaje de alumnos con necesidades educativas especiales a los que el docente no puede atender tal como se merecen; d) la mayoría de los alumnos, en algunos casos hasta el 90%, son castellanohablantes y no dominan la única lengua vehicular de la enseñanza balear: el catalán.

¿Cómo hemos llegado hasta aquí? ¿Cómo hemos sido capaces de destruir un sistema educativo que hasta los años 90 funcionaba razonablemente bien y a un coste para el contribuyente relativamente bajo comparado con el actual? ¿Por qué un modelo de enseñanza que primaba la transmisión de conocimientos académicos ha derivado en un servicio asistencial donde la máxima prioridad parece ser la estabulación forzosa hasta los 16 años y que ahora, ¡horror!, algunos proponen extender hasta los 18 años?

Esta enseñanza parvulario tal vez sea el ejemplo más visible de un Estado parvulario presto y dispuesto a satisfacer todas y cada una de nuestras necesidades y que, siguiendo el dicho de «quien mucho abarca poco aprieta», acaba fracasando en sus propósitos, demasiado ambiciosos. El término Estado parvulario lo ha acuñado el catedrático y columnista Pablo de Lora que acaba de publicar un magnífico libro, Los derechos en broma. La moralización de la política en las democracias liberales, que denuncia la deriva de nuestras democracias demoliberales hacia Estados que conciben la sociedad como un parvulario. Esta deriva sería la consecuencia de haber corrompido el concepto de Ley cuya principal pretensión ahora mismo es la de alardear de moralidad como si los ciudadanos a los que se dirige fueran párvulos y no individuos autónomos y racionales. No hace más que leerse la exposición de motivos de estas leyes santurronas para percatarse de este afán moralizante.

Este Estado parvulario que se extiende mucho más allá del clásico Estado del Bienestar (educación, sanidad, servicios sociales) trata a los ciudadanos como seres «congénitamente desvalidos» antes de tratar su desvalimiento mediante lo que Pablo de Lora llama una creciente «burocracia del consuelo» que trata de consolarlos administrativa y legislativamente.

La Ley no tendría ya como objeto pautar el comportamiento para resolver los conflictos que surgen en la cooperación libre entre individuos dentro de un marco de convivencia compuesto por normas abstractas, generales y coherentes, como había ocurrido en los regímenes demoliberales clásicos. La Ley habría mutado en algo «sofisticadamente perverso: la desventura social se cocina desde los poderes públicos, se construye institucionalmente el agravio para, a continuación, desplegar un formidable aparato burocrático (..) que canaliza las querellas de las víctimas, ofendidos o insatisfechos en sus intereses o pretensiones».

Serían nuestras élites las que, en base a una legislación que termina plasmando en su articulado las orientaciones ideológicas de fuertes grupos de presión casi siempre alineados con la izquierda política, estarían fabricando montones de víctimas e insatisfechos por doquier para después rescatarlas y consolarlas desde las administraciones del Estado. Una especie de bombero pirómano. El Estado se habría convertido en un Estado consolador no sólo del que se encontraba previamente agraviado sino también del que «ha ayudado a que pueda construirse y presentarse como tal». El Estado fabricaría primero el agravio y la desgracia y luego vendría en socorro de los desgraciados.

Podríamos hablar de los centros de menores o de las políticas de igualdad como epítomes de este Estado parvulario dispuesto a satisfacer hasta la última de nuestras necesidades, pero centrémonos en la deriva de la enseñanza. Todos y cada uno de los fallos «sistémicos» que enumeraba el profesor al principio son la lógica consecuencia de los cambios legislativos que se han producido en España o de la plasmación de directivas de la Unión Europea y de convenciones de derechos humanos.

Veamos. La creciente relajación de los estándares de exigencia para aprender conocimientos académicos empieza con la LOGSE de 1990. La tendencia a enseñar contenidos cada vez menos teóricos y más útiles para desenvolverse en la sociedad nos ha llevado a primar la aplicación de las metodologías pedagógicas (encaminadas a «aprender sin esforzarse» o «ser feliz aprendiendo») sobre los conocimientos académicos. La LOGSE consagra el dogma constructivista en virtud del cual el alumno es quien debe construir sus propios conocimientos (divididos a su vez en contenidos, procedimientos y actitudes).

El alumno tiene que «aprender a aprender» mientras al maestro se le descarga de su tradicional rol de dirigir el proceso de aprendizaje. El maestro, de ser un experto en la asignatura y cuya autoridad reposa precisamente en el dominio de aquélla, pasa a ejercer el papel de simple orientador y ayudante en el proceso de aprendizaje. El sistema ya no precisa de maestros que dominen su disciplina, sino de maestros centrados en aplicar las novedosas metodologías pedagógicas, a menudo ni siquiera consolidadas ni demostradas empíricamente, como son la educación orientada a proyectos, la educación por competencias, la digitalización o las situaciones de aprendizaje.

La extensión por ley de la educación obligatoria hasta los 16 años, estabulando obligatoriamente en el sistema a adolescentes sin ningún interés en estudiar, ha llevado una conflictividad que antes estaba en la calle a los colegios con las consecuencias conocidas por todos. Por añadidura, el enfoque de la enseñanza a partir de la LOGSE deja de ser la excelencia basada en el esfuerzo y el mérito y pasa a ser la equidad, entendiendo que la principal función del sistema educativo es transformar la sociedad: integrar a los foráneos, cohesionar, terminar con las desigualdades sociales, socializarse, convivir con la diversidad, salvar lenguas regionales, formar buenos ciudadanos, aumentar el bienestar emocional… El resultado ha sido la igualación académica por abajo, como atestigua el pobrísimo porcentaje de alumnos excelentes en España, en torno al 5%.

El dogma de la inclusividad llevado a las últimas consecuencias, convertido en un derecho absoluto, nace de un cambio de paradigma realmente revolucionario al considerar que ser un disminuido (o un discapacitado, tal como ahora se pretende cambiar en la Constitución Española gracias a un pacto PP-PSOE) no es en realidad algo negativo en sí mismo sino una forma de «diversidad funcional» que debemos aliviar, adaptando, en todo lo que esté a nuestro alcance, las estructuras sociales -como las aulas- a «esta diferencia». Las dificultades de desarrollo personal de un discapacitado ya no se vinculan tanto a una «tara», una «anomalía» o una «enfermedad» que los individuos padecen como a un mal diseño institucional o social que hay que corregir.

Las directrices de la Convención de los Derechos de las Personas con Discapacidad de 2008, a las que se ha adaptado por imperativo legal el Reino de España con la Ley 8/2021 en materia de discapacidad, han sustituido el enfoque terapéutico o médico anterior (tratar a alguien especial de modo especial, por ejemplo, educándolos en los centros especiales) por un «modelo social de la discapacidad» que consagra el derecho de los discapacitados a ser educados junto con los demás. El problema no sería tanto la minusvalía en sí misma como unas estructuras sociales que deben ajustarse para que nadie se sienta discriminado.

Por último, toda la legislación lingüística en Baleares ha ido destinada a consagrar la imposición del catalán como única lengua vehicular en la enseñanza por motivos ajenos al rendimiento académico del alumnado, sobre todo de los castellanohablantes.

La catástrofe de la enseñanza española ejemplifica a la perfección la corrupción del espíritu de las leyes, estos derechos en broma que, en opinión de Pablo de Lora, nos conducen a un Estado parvulario que, en su fatal arrogancia, nos promete solucionar unos problemas que a menudo son exagerados (cuando no cocinados) por la propia enunciación de las leyes que, lejos de limitarse a ser normativas y tener por objeto el asegurar la cooperación voluntaria y libre entre individuos, pasan a ser performativas de conflictos (a veces irrelevantes) que están luego obligadas a resolver gracias a una enorme maquinaria burocrática, la llamada «burocracia del consuelo». Unos conflictos que esta misma burocracia del consuelo va a agravar con su actuación deviniendo ya imprescindible.

En suma, el buenismo legislativo y el propio lenguaje que se ha creado en torno a unas leyes cada vez más intrusivas en la esfera individual han sido las principales herramientas que han encontrado nuestros legisladores para «transformar» el mundo y no precisamente para mejorarlo.