Opinión

Estado estúpido

Esta tarde los españoles volveremos a tener que soportar cómo se silba impunemente el himno nacional, cómo se falta al respeto al jefe del Estado y cómo incluso se le insulta. Y no pasará nada. Y los independentistas habrán dado un paso de gigante más en su estrategia de imponer sus tesis cual panzerdivisionen. Un episodio idéntico en Francia se sanciona en tiempo real: el árbitro suspende inmediatamente el partido si hay una pitada masiva a la maravillosa Marsellesa y las autoridades tienen la obligación de abandonar el estadio. La ley es así y nadie, absolutamente nadie, la cuestiona. Ni la derecha que la promovió ni la izquierda que la aceptó sin rechistar. En la nación en la que nació la LIBERTAD y el racionalismo sepultando la oscuridad no se andan con gilipuerteces. Las ideologías son libérrimas pero la identidad común es única y sagrada. Y nadie osa discutirla: ni la vomitiva Marine Le Pen con la que se identifica Íñigo Errejón, ni Hollande, ni Valls, ni obviamente Sarkozy o Juppé.

Aquí nadie se ha atrevido a legislar ni siquiera la décima parte de lo que legisló el único gran líder que ha tenido Europa en los últimos tiempos: Nicolas Sarkozy. Y, como quiera que año tras año el Fútbol Club Barcelona llega a la final de la Copa del Rey, año tras año se pita la Marcha Real. Y no pasa nada. Los que la pitan son tan ignorantes que desconocen, por ejemplo, que es una melodía del pueblo. No lo impuso ningún rey sino que fue la ciudadanía la que la convirtió en su himno no quedándole más remedio al Rey Carlos III que hacer de la necesidad virtud.

Tiene más razón que un santo Esperanza Aguirre cuando sostiene que si hay equipos «que no quieren ser españoles no deberían jugar la final de la Copa del Rey». Elemental. El Barça, sin ir más lejos, ha respaldado institucionalmente el proceso independentista catalán. Lo apoyó su presidente, Josep Maria Bartomeu (que curiosamente en privado dice lo contrario), cuando era candidato y lo apoyó después en la transición de Artur Mas a Carles Puigdemont. A mí me parece estupendo que la Junta culé se declare independentista, mediopensionista o españolista. Entre otras cosas, porque la Constitución ampara el derecho a la libertad de expresión y de pensamiento. Pero la más elemental coherencia invita a no participar en un torneo que lleva por nombre el del jefe del Estado que tú quieres quebrar en mil pedazos. Y si les sobra el resto de España a nosotros nos sobran ellos. Que monten una Liga Catalana y la Copa Jordi Pujol. El Barça jugará los clásicos contra el Español, en la final copera se enfrentará al Nàstic de Tarragona y en lugar de facturar 633 millones anuales ingresará 100.   

Sobra decir, por tanto, que me parece impecable desde el punto de vista legal e intelectual la decisión de la delegada del Gobierno en Madrid. Concha Dancausa, política de fuste donde las haya, se ha limitado a aplicar literalmente una Ley del Deporte que lo puede decir más alto pero no más claro en su artículo 21.1: «Se prohíbe la exhibición de símbolos, pancartas y emblemas que constituyan un acto de desprecio a las personas participantes en el espectáculo». Hasta Abundio entendería que portar una bandera independentista es una provocación, una chulería y un desprecio a las decenas de miles de aficionados sevillistas que creen unánimemente en la unidad de España, sean socialistas, peperos, ciudadanos o podemitas. Desde el primero hasta el último de los seguidores del club de Nervión tiene de independentista lo que yo de monje cartujo.

Hay quien incide en el hecho de que la resolución de la delegada del Gobierno de Madrid es torpe. Unos argumentan que alimenta el victimismo secesionista y otros que contribuye a unir a los que quieren romper la nación más antigua de Europa. Son opiniones no excluyentes. Y puede que no les falte algo de razón a los unos y a los otros. Pero la aplicación de ese deber supremo que es para todos la ley no puede estar al albur de las conveniencias temporales o del tacticismo político. Porque por esa regla de tres esta España nuestra sería una anarquía total. Las normas están para cumplirlas y, si no, que se queden en el cajón sin aprobar. Por esa regla de tres no pagaríamos impuestos, iríamos a 220 por la carretera, asaltaríamos el banco de la esquina y agrediríamos a los que no piensan como nosotros o a ese vecino que nos toca sistemáticamente los pelendengues  Sin legalidad no hay democracia. A ver si nos vamos enterando.

En este país de pandereta, de cobardes y de acomplejados se aprueba una Constitución que declara que el español es oficial en todo el territorio nacional y en la práctica no es así. Empleando la terminología futbolística hay que concluir que el independentismo aplica el achique de espacios menottista mientras el rival se encierra en el área. Consecuencia: los fascistoides independentistas van ganando el partido 10-0… y seguramente me quedo corto.

Lo más curioso es el indignante doble rasero. Aquí llega un juez de lo contencioso (imagino que será uno de esos progretas que dictan resoluciones ideológicas), admite la entrada de enseñas que pueden montar un lío monumental y lógicamente se aplica su fallo porque estamos en un Estado de Derecho en el que hay que acatar los que nos gustan y los que nos disgustan. En Cataluña, en la Comunidad Valenciana, en el País Vasco, en Navarra, en Galicia y en Baleares hay decenas de resoluciones que establecen la obligatoriedad de impartir la enseñanza en castellano y se las pasan por el arco del triunfo. No se aplica ni una, el Estado miedica mira hacia otro lado y los derechos individuales de cientos de miles de ciudadanos valen lo mismo que una mierda. Un padre en estas comunidades no puede decidir algo tan elemental como es en qué lengua se educa mayoritariamente su hijo. De aquí al fascismo no hay un paso porque es lo mismo.

La doble vara de medir la comprobamos ayer al leer La Razón de mi amigo Paco Marhuenda. Un aficionado colchonero contaba cómo en las semifinales de la Copa de Europa de hace dos años los Mossos d’Esquadra tiraron a la basura la bufanda con la bandera de España y el Atleti que le acompañaba. Fernando Santiago, por cierto ex concejal de IU en Cádiz, no fue la única víctima de la prepotencia de la policía autonómica. El contenedor acumulaba decenas de banderas y bufandas rojigualdas de seguidores del equipo del Cholo. Eran enseñas oficiales, con el escudo constitucional. Manda huevos que diría Federico Trillo: el símbolo nacional va a la basura y el independentista al viento donde ondeará esta tarde en cantidades industriales.

Las determinaciones judiciales y legales se cumplen a favor de los secesionistas con la misma rotundidad y celeridad con la que se vulneran las favorables a esa mayoría natural de este país que cree en la España constitucional y la integridad territorial. Cuando unos ciudadanos ven amparados sus derechos y otros no estamos semillando el principio de ese pensamiento único que es la antesala del fascismo. Cuando un Estado es estúpido acaba siendo un no Estado que sucumbe a los embates del enemigo con la misma facilidad que cae una ficha del dominó. Parafraseando al gran Churchill hay que colegir que no estamos ante el final del principio del final de España sino ante el principio del final. Me temo.