Opinión

El encuentro con José María en Alicante

Se habla mucho del bien que hace a los chavales jóvenes ir a los toros pero, ¿y qué pasa con los mayores? En la Feria de las Hogueras de Alicante, al candor de una conversación con Jose María de Algeciras, he caído en la cuenta.

José María de Algeciras ha crecido, se ha casado, ha sido padre y hasta ha enviudado mientras alimentaba su alma al fragor de una tarde tras otra en los toros. Brinca los setenta largos y se recorre las ferias con su hermano, El Chófer, y su sobrino nieto, que recopila los autógrafos de todos los toreros a los que van a ver.

Contemplar la terna algecireña es ser testigo de una España que todavía existe fuera de los focos, de los libros, de la actualidad de los periódicos. Una España que pervive impasible a la destrucción de la patria, de la tradición y la familia. Un fragmento heroico, que ni ellos son conscientes ni apenas nadie valora la importancia que tienen ternas como estas en una tarde de toros.

José María no tiene problemas de memoria ni creo que los tenga jamás. Los toros son su sudoku, su fósforo y su magnesio. Se sabe al dedillo los carteles de todas las ferias de la temporada. Recuerda con detalle algunas tardes en las que incluso ha llorado de emoción y ni tan siquiera olvida el color del terno azabache y oro que vestía Julio Aparicio un día que diluviaba en Las Ventas. Está atento de todo lo que sucede en el ruedo mientras nos cuenta anécdotas a mí y al del Tendido 7 –a quien le debo que me haya traído a conocer esta plaza y esta feria–.

–Te voy a contar una anécdota para que la cuentes en Madrid. –Le dice José María a mi acompañante.

–A los toreros les hablo de usted, para empezar y les digo maestro. Estando en Sevilla, le dije a Morante en la calle Betis, antes de que entrase a La Maestranza: ‘Maestro, usted no se puede retirar porque tengo un problema de corazón, y usted es mi medicina’. Morante me sonrió y me dio un abrazo.

–¿Y quién es su torero? –Le pregunto.

–¿El mío? El torero más completo del mundo, Miguel Mateo Miguelín, aquel que se tiró al ruedo de Las Ventas en traje y corbata, como si fuera un espontáneo, durante la lidia de El Cordobés para demostrar que ese toro era un becerro manso. Aquella noche, Miguelín durmió en los calabazos, pero dio una clase de torería. Salió en la portada de todos los periódicos al día siguiente. Era mayo del 68. ¡Qué grande!

–Después de aquello, se hicieron más de 70 corridas juntos. Reventaban las plazas. Había rivalidad. –Nos cuenta hasta que el torero que está en el ruedo entra a matar y deja una estocada lagartijera–. Fíjate bien, para que luego lo digas en Madrid cuando veas una media estocada perpendicular como la que daba Rafael Molina Sánchez, Lagartijo. –Nos ilustrará reviviendo a mi paisano Mariano de Cavia, quien acuñó el término para referirse a aquella suerte ejecutada no muy estética, pero efectiva, con la que el torero se alivia al entrar a matar.

–También soy muy currista. Se decía que viendo un paseíllo de Curro se había pagado la entrada ya… ¡Eso sí que es arte!  -Continúa José María, hablándonos bajito, como el que no dice y lo dice todo. Como el que habla consigo mismo y uno no puede evitar poner la oreja como un cotilla curioso, escucharle, sonreír, aprender y sentir ternura por un hombre que nos cuenta que gracias a su hermano sale de casa, porque desde que perdió a su mujer se siente triste.

–Yo voy con él a los toros, pero luego no me quedo a tomar una cerveza… Desde que se fue mi mujer… no quiero. Pero gracias a mi Chófer, me mantengo vivo–, nos confesará José María mientras la corrida va llegando a su fin.

En el último toro, los destellos del traje del matador iluminan el ruedo como si se tratase de una constelación de estrellas fugaces. En la Feria de las Hogueras de Alicante es imposible no sentir nostalgia por el maestro Manzanares. Uno cree que en algún momento antes de que termine la función va a aparecer. Que le veremos dar unos pases de pecho o al menos saludar hacia tendido. De alguna manera, uno va a Alicante para encontrarse con él.

Nos despedimos de José María. Nos estrechamos las manos. Él volverá mañana. Nosotros amaneceremos temprano emprendiendo el regreso al alba para llegar al trabajo. Nos deseamos larga vida con la esperanza de volver a coincidir quien sabe en otra feria por España.

Al salir de la plaza por la puerta grande nos encontramos de bruces con un gran mural en blanco y negro. ¡Es José María Manzanares padre junto a la puerta grande! Me miro la mano. Recuerdo de golpe la conversación con el algecireño. Me percato de su nombre. Y no puedo evitar sonreír.