Opinión

Una desahogada

En una escena digna de los Hermanos Marx –ésta es mi dimisión, pero si no le gusta, tengo otra– Rita Barberá ha terminado con su carrera política del modo más esperpéntico. Porque si la realidad es capaz de superar la ficción, éste ha sido el caso paradigmático: este miércoles ha sido el último ejemplo de cómo una sola persona puede poner en un brete a todo un partido político de Gobierno dilatando hasta el extremo personal y el paroxismo institucional una decisión que, en verdad, era inaplazable.

La dimisión de Rita Barberá de sus cargos en el Partido Popular –es decir, de su única designación como vocal de la dirección nacional– es muy loable y, no por tardía, menos digna de celebrar. Pero no es suficiente. La que siempre ha presumido de ser “amiga del presidente” no puede ocultarse detrás el aforamiento por ser senadora para darse a sí misma un tribunal más benevolente en Madrid que el que le correspondería en su comunidad autónoma. Y no puede hacerlo por dos razones principales, una jurídica y la otra política.

Jurídicamente, porque no es un juzgado de guardia el que la llama a declarar por una multa impagada. Es el mismísimo Tribunal Supremo el que, después de todas las diligencias previas del instructor y tras estudiar el expediente que le ha sido remitido, ha encontrado indicios evidentes de culpabilidad, razón por la que ha decidido investigarla por blanqueo de capitales y, probablemente, por delito electoral.

Políticamente, Barberá demuestra ser una desahogada al querer mantenerse atornillada a su escaño cuando pende sobre ella tal imputación, exiliada en un grupo mixto donde será recibida como una apestada y, en todo caso, ejerciendo como representante de una soberanía nacional que no merece ese maltrato. Y además, porque hace un daño infinito al partido por el que dice “entregarse” y por el que dice sentir tanto “dolor” al tenerlo que abandonar. Y es que, aunque trate de argumentar en su comunicado que “nadie podrá ampararse” en el presunto perjuicio de su militancia en el PP “para ocultar sus resultados electorales”, resulta evidente que su salida se queda en un ‘sí pero no’. Y esto no ayuda a un Partido Popular que, pese a concitar la confianza de la mayoría de los españoles elección tras elección, necesita limpiar su imagen para poder llegar a acuerdos que permitan cumplir la voluntad de los votantes y sacar a España de este boqueo político.

El de Rita Barberá es el caso de una alcaldesa que durante décadas ha hecho y deshecho en una gran urbe, aglutinando todo el poder en torno a su persona, y que, para bien y para mal, presumía de que nada se movía en la ciudad sin que ella lo supiera.

Como siempre que una institución no se sanea con la receta más selecta de la democracia, la alternancia en el poder, se llegaron a confundir a los votantes con clientes y a los contratistas públicos con proveedores privados, y todo al calor de una burbuja que tuvo su mayor expresión inmobiliaria, urbanística y financiera en la costa valenciana.

Que las redes clientelares del ‘caso Imelsa’, el ‘caso Taula’, el ‘caso Urdangarin’… la tuvieran a ella como eje o como simple excusa será un asunto que deberá dirimirse en los juzgados. Pero las responsabilidades políticas se dirimen de otra manera y es evidente que por acción u omisión, Barberá es responsable de tanto caso de corrupción que germinó a su alrededor y no puede permitirse el desahogo de quedarse en la Cámara Alta. No fue como vocal de la dirección nacional del PP como se vio rodeada de tanto mangante, sino como representante política electa por sus conciudadanos. Y es eso, la soberanía popular, lo que ya no puede seguir representando ni un minuto más.