La ciencia del lazo amarillo
No se habla de ello abiertamente, pero nadie da un duro ya por la independencia. Veo estos días a un grupo de gente con lazo amarillo (y no todos lo llevan) que se reúne en un cruce de la Rambla Nova, en Tarragona. Parece como si quisieran calentar alguna ascua, pero desganadamente, conscientes de que ahora no es algo que vaya a movilizar al personal como antes. Las modas pasan, incluso dentro de la categoría “histeria de masas” donde se adscribió el “procés” durante unos años que se hicieron muy largos y cuyas deletéreas consecuencias vamos a sufrir por mucho tiempo.
Sí, ya se han enfriado quienes creían con total convicción que Cataluña tendría un mejor futuro con un estado propio. ¿Dónde están los intelectuales que les daban munición? Los hubo extranjeros, como Alberto Alesina, un profesor de la Universidad de Harvard que acaba de fallecer y del que se adoptaron algunas ideas de forma selectiva. Y estaban los autóctonos, toda aquella colección de profesores que fundamentaron sus carreras profesionales en el extranjero también en esta lucha. Parecen haber desaparecido. Cierto que no veo nunca TV3 ni cualquier otra televisión independentista. Pero conozco el ambiente. Ya no aguantamos todo el tiempo a gurús de lo amarillo -gente como Sala-Martín o Clara Ponsatí- sentando cátedra por todas partes. Personajes puro cruce entre el preboste y el profeta que se caracterizaban por formar parte de familias (también biológicas) relacionadas con la política de las que parecería que Daron Acemoglu y James A. Robinson se hubieran inspirado para escribir su célebre y controvertido ‘Por qué fracasan los países’. Sí, como nos dicen los autores, el principal factor de colapso de una nación son sus élites extractivas, concepto con el que designan a un tipo de establishment dedicado a detraer las rentas de la mayoría de los ciudadanos mediante mecanismos disfuncionales, esto es, diseñados a propósito. ¿Y qué más diseñado a propósito que el movimiento separatista?
Los “intelectuales” del procés. Independentistas convencidos de que le estaban haciendo un favor al mundo impartiendo sus cátedras de hispanofobia en el extranjero y a los que correspondíamos pagándoselas con nuestros impuestos. A ellos les parecía normal. Su desfachatez fue proverbial y la ignorancia y negligencia de los sucesivos gobiernos españoles francamente lamentable. Aún queda en el aire la pregunta de por qué se estuvo financiado con dinero nuestro la propaganda antiespañola en el extranjero. Los secesionistas tomaron muchas cátedras foráneas y muchos estudios de post grado que incluso ostentaban nombre de patrocinador español o eran sufragadas por los impuestos de los españoles. Y era propaganda, no ciencia.
Escribí un artículo con Eduardo Robredo que se publicó en papel en Claves de Razón Práctica, y que colgué posteriormente en Tercera Cultura. Denunciábamos en él cómo académicos e investigadores catalanes de relevancia aprovechaban su condición de “científicos políticos” presentando la cuestión del independentismo como un tema empírico, estrictamente “científico” que se podía resolver en un plano positivo y, claro, libre de ideología.
Este es un tema del que tendremos que volver a hablar. Los científicos no están libres de las limitaciones cognitivas naturales que constriñen el análisis racional, y más habida cuenta de que algunos de esos académicos y profesores no son neutrales, sino que están devotamente comprometidos con los mismos fenómenos políticos que pretenden analizar. Sí, estamos más familiarizados con esos “historiadores” independentistas que nos hubieran hecho reír si no nos hubieran indignado tanto (esas “Teresas de Ávila” catalanas, ese “Colón” fake, ese “Da Vinci” ampurdanés…). Pero es menos conocido el que pretendió hacer ciencia y fabricó superchería. Existe, al igual que conoció el Lisenkismo la Unión Soviética, una “ciencia nacionalista”. O sea, el engaño.