Cómo la izquierda nos impone un nuevo lenguaje y no lo queremos ver

Cómo la izquierda nos impone un nuevo lenguaje y no lo queremos ver

Anda la izquierda revuelta a cuenta de la huelga coral que el feminismo mundial convocó la pasada semana. No tanto por visibilizar una realidad, como por aprovechar una oportunidad más en su cruzada por la configuración de un nuevo orden mundial semántico. Desde que Fukuyama advirtiera del fin de la historia y su maestro Huntington le replicara poco después con su imperdible choque de civilizaciones, asistimos a un mundo bipolar donde la izquierda moderada aceptó vivir tras 1989 en el entramado capitalista siempre y cuando la derecha abdicara de cualquier batalla cultural o moral. Desde entonces, seguimos diferenciando acciones políticas según su pedigrí doctrinal.

En la lógica de construcción del lenguaje, éste se ha considerado a menudo la palanca que mueve toda polea ideológica. El psicolingüista canadiense Steven Pinker nos habla de instintos y de la consciencia de ser conscientes cuando nos referimos a dicho lenguaje, ya que no es innato, sino que sufre un proceso de adecuación evolutiva a nuestro entorno. Concluye que el pensamiento es más complejo que las palabras, pero que lo adaptamos de manera lineal para utilizar expresiones sencillas que faciliten el entendimiento y la comunicación. De ese instinto nace nuestra capacidad como seres humanos de alcanzar espacios de convivencia y concordia.

La izquierda siempre se ha sentido cómoda en la guerra de significantes. En su versión actual hiprógrita y neocomunista, no se afana tanto en controlar el pensamiento ajeno, dado su complejidad, sino en emitir sonidos que busquen la repetición colectiva. Palabras que resuenen y de las que se adueñan para imponer una visión del mundo determinada. Ya no le basta con haber hecho suyos términos como igualdad, justicia, progreso o solidaridad, sospechosos en manos políticas diferentes. Ahora quiere para sí el concepto feminismo, en toda su extensión. Te dice quién ha hecho méritos por ser mujer y quién permanece esclava del hombre, adocenada en su heteropatriarcado fetén y opresor de derechas. Si no eres progre femen, ya no eres mujer. Ni justa. Ni solidaria.

Pero qué sucede cuando su marco buenista escapa al libre albedrío de la acción humana. Que hay que alterar la atención emocional del pensamiento cautivo, potenciando su prejuicio acrítico. Una de sus estrategias más sibilinas, pero efectivas, es la creación de un foco alternativo de despiste, consistente en introducir un tema igual de polémico que el que les afecta con objeto de desviar la atención y centrar el debate social y mediático en otra cuestión. Así, ha sido capaz de articular una estrategia para que no se comente que la presunta asesina del pequeño Gabriel es una mujer —“las mujeres no matan”, decían algunas feministas el pasado 8M—, y además de las suyas ideológicamente, y crean por ello el marco —más poderoso— del racismo y el machismo. Münzenberg y Goebbels en la era digital.

Esta izquierda banaliza el mal para erigirse como portadora del bien, basándose en los presuntos instintos del ser humano. La masa, sumisa bajo eslóganes biempensantes, corre a abrazar al salvador paternalista que le ofrezca sensaciones de seguridad personal, bajo palio de subvención o prestación, dádivas modernas que esconden el clientelismo moral que persigue los protectores del pensamiento ajeno. En sus manos, el lenguaje no es una herramienta de comunicación, sino un arma política, como la concibe también el nacionalismo, con la que adultera y cohíbe cualquier juicio crítico de la persona. Si el lenguaje, como sostiene Gould, es un subproducto de la supervivencia humana, una vía por la que penetrar en el mundo de las emociones que nos rodea, la izquierda siempre ha sabido descifrar el perfecto código que permite el control y manipulación de masas. Por eso sobrevive tan bien.

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