El rutómetro

Vals de estrellas

Tour
Vingegaard y Pogacar, en el Tour. (AFP)

Un tren de Jumbos enfila hacia el grupo de la planta noble de la clasificación. Los relevos están perfectamente sincronizados. Se trata de los ocho integrantes del mejor equipo del mundo. Entretanto, la pareja estelar barrunta en lo suyo, vigilándose y rodando como si fueran sin cadena.

La estrategia está clarísima. Los hombres de Vingegaard quieren ir eliminando adversarios, infligiendo un ritmo frenético, insoportable para los más débiles. La Alpes en verano mimetizan con los mejores recuerdos que uno pueda guardar del Tour de Francia. El Col de Ramaz selecciona un excelso grupo. Un puerto que nos evoca exhibiciones de grandes escaladores. Me viene al recuerdo Richard Virenque, aquel ciclista francés que soñó devolverle el Tour a su amada patria y que terminó su carrera en un paño de lágrimas.

Estamos en el Tour de Francia. Se respira por todas partes. Lo que se presencia en la carrera, la belleza del paisaje, una naturaleza exuberante que rebosa vitalidad, y la alegría de unas temperaturas ideales que, después del crudo invierno, repueblan las carreteras de aficionados llegados de todas partes. Es el escenario con el que media humanidad identifica a la mejor carrera ciclista del mundo.

Hors Categorie

Si la atmósfera nos entona y envalentona para lo que está por llegar, la jerga ciclista completa la expectación. Quedan ocho magníficos corredores en el grupo, el público desatado, con tantas banderas como en la ONU, y un Hors Categorie por coronar. El Col de Joux Plane impone y no defrauda. Se desgrana el racimo de ciclistas y se produce el ataque esperado. A Vingegaard solo le quedaba el fiel Kuss de aquel pleno con el que comenzaba la batalla. Pogacar da la orden, y Adam Yates la ejecuta con maestría. El vikingo se ha quedado solo.

Se espera el ataque de Pogi en cualquier momento. Se viven instantes únicos. «Lo nunca visto», se oye decir. El espectáculo vibra gracias a estos dos colosos y al superviviente Adam Yates, que fue fichado expresamente para momentos como este.

Ataca Pogacar. Brutal latigazo. Por un momento el Tour vive en un péndulo de segundos convertidos en metros. La distancia se estanca. Vingegaard resiste. La resiliencia del vikingo es épica. No se altera, su autocontrol es encomiable. Resiste y no desfallece, ni física ni psicológicamente. El mérito alcanza su fruto. La distancia comienza a estancarse, y metro a metro se va recortando hasta emparejarse las ruedas delanteras. Por un momento, la icónica imagen de Anquetil y Poulidor reaparece en el imaginario.

Descenso al paraíso. Nace una estrella.

Así lo denominó el maestro Javier Ares. Morzine espera al vencedor de la mejor etapa de un Tour que se supera a cada jornada. La prudencia ejerce de auriga de estos dos colosos inconmensurables. En la cima del Joux Plane hemos vuelto a vibrar con una clase magistral que ha emulado al ciclismo en pista, en una de las cotas más insignes de los Alpes, en la Alta Saboya.

Aparece quien terminará por completar una jornada épica, de las que se recuerdan con el paso de los años. Irrumpe un Carlos Rodríguez desenfrenado. El granadino baja a sarcófago abierto y se beneficia de las convenientes cautelas de los líderes de la carrera. Estaba escrito. El de Almuñecar nos lo anunció en El Rutómetro hace pocos días, y sus credenciales en categorías inferiores avalaban el mejor de los porvenires.

No hay dos sin tres. Pello Bilbao, Ion Izaguirre y Carlos Rodríguez gritan al cielo que el ciclismo español nunca se fue. Quizás estaba adormecido, pero la raza y la calidad permanecen intactas. Hemos disfrutado una etapa gloriosa. Hemos presenciado un espectáculo entre dos portentos y el advenimiento y consagración de quien, a no mucho tardar, intentará arrebatarles el protagonismo. Queda escrito. Apunten el día y la hora. Ha nacido otra estrella.

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