Si tienes algunos de estos 7 rasgos, tu hijo va a tener una inteligencia emocional superior a la media
Una coach y experta desvela los 7 rasgos que tienen los niños con alta inteligencia emocional
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La inteligencia emocional es algo que cada vez se menciona más, especialmente cuando se habla de educar a los niños. Pero lo cierto es que muchos padres no saben realmente cómo se empieza a forjar. Lo primero que debemos tener claro, es que no depende de manuales con teorías, ni de técnicas raras. En realidad, tiene mucho más que ver con los gestos de cada día ya que son estos, los que van marcando la personalidad del niño. Y, aunque a veces no lo notemos, la forma en la que reaccionamos a sus emociones pesa muchísimo más de lo que creemos.
Una experta y coach llamada Reem Raouda analizó más de 200 casos familiares y ha llegado a una conclusión clara: los hijos de padres que seguían ciertos patrones muy concretos tenían una inteligencia emocional mucho más desarrollada que la media. Curiosamente, no eran patrones extraños sino que tenían que ver con detalles pequeños como por ejemplo, el modo en que se pide perdón, cómo se escucha, qué se hace cuando el niño se aburre o qué palabras se usan en casa. Y es que al final se trata de algo que sabemos pero de lo que pocas veces somos conscientes como padres: los hijos observan y copian. De hecho copian más de lo que escuchan. Y lo que ven cada día acaba siendo la base sobre la que construyen su manera de relacionarse. Toma nota entonces, porque estos son los siete rasgos que, según Raouda, se repiten en las familias donde los niños crecen con una inteligencia emocional más alta.
Entendieron el poder del silencio
Según lo observado por Raouda, cuando el niño estaba triste, en vez de decir frases a las que todos recurrimos como «no pasa nada»,o «ya verás cómo se te olvida», los padres optaban por quedarse a su lado en silencio y darle un abrazo si el niño lo pedía. Ese espacio, aunque parezca mínimo, les enseñaba a procesar lo que sentían.
Hablaban de las emociones con frecuencia
Aquí la clave era lo contrario: ponerle nombre a lo que se siente. «Parece que estás enfadado», «me da alegría verte así». Ese tipo de frases se colaban en la rutina diaria. Y claro, los niños lo absorbían. Aprendían que la tristeza o el enfado no son raros ni hay que esconderlos. Al revés, forman parte de la vida y se pueden expresar. En muchas casas, sin darse cuenta, se evita hablar de emociones y luego, de adultos, cuesta horrores reconocer lo que uno siente.
Pedían perdón a sus hijos
Según lo analizado por las experta, los padres con niños que tienen mayor inteligencia emocional, no tienen reparos en pedir perdón. Y con ello, no perdían autoridad, sino todo lo contrario y además se ganaban mayor respeto. El niño entendía que equivocarse no es un drama, que pedir disculpas no rebaja a nadie. Al contrario, genera confianza. Si un padre puede pedir perdón, el hijo aprende a hacerlo con naturalidad.
No forzaban a decir por favor, gracias o perdón
En lugar de repetir como un disco rayado «¿qué se dice? ¿qué se dice?», ellos lo vivían. Usaban esas palabras entre adultos, con naturalidad, en la mesa, en la calle. Y al final los niños lo repetían sin que nadie se lo exigiera. Porque es así como se interioriza: viendo y escuchando. Si en casa se respira respeto, el niño lo incorpora a su propio lenguaje. No hay que forzarlo, sale solo.
No minimizaban las pequeñas preocupaciones
¿Que el niño se quejaba porque un amigo no quería prestarle un juguete? Lo escuchaban. ¿Que estaba disgustado porque la camiseta favorita estaba en la lavadora? También. Puede parecer una tontería desde la mirada adulta, pero para ellos era un mundo. Y esos padres no restaban importancia. Validaban la emoción: «entiendo que estés enfadado». Con eso, el niño sentía que lo que vivía tenía valor. Esa pequeña validación, repetida una y otra vez, fortalecía su autoestima y le animaba a expresar sus sentimientos sin miedo a ser ridiculizado.
No ofrecían siempre soluciones
Lo más fácil es dar la respuesta. «Haz esto y se acabó». Pero estos padres a veces daban un paso atrás. Preguntaban: «¿y tú qué harías?». Así el niño empezaba a buscar sus propias salidas. ¿Qué se consigue con eso? Autonomía, pensamiento crítico y confianza. Claro que no se trata de dejarle solo ante todo, sino de acompañar el proceso sin dar la solución empaquetada.
Aceptaban el aburrimiento
En una época en la que siempre hay una pantalla a mano, dejar que un niño se aburra parece un sacrilegio. Pero no lo es. Al contrario. Los padres que dejaban huecos de aburrimiento en la rutina vieron cómo sus hijos inventaban juegos, imaginaban historias, buscaban maneras de entretenerse solos. Y ahí estaba la clave: la creatividad nacía de ese vacío. Aprendían también a tener paciencia, a tolerar la espera. No todo es estímulo constante. A veces, lo mejor que puedes darle a un niño es espacio para aburrirse.
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