El desprecio al conocimiento

El desprecio al conocimiento

Los nuevos planes de estudio que quiere implantar en septiembre el consejero Antoni Vera están trayendo cola y su aprobación no va a ser tan fácil como inicialmente se presumía. Filósofos, tecnólogos, biólogos y geógrafos, de momento, han puesto el grito en el cielo porque los nuevos planes de estudios rebajan el número de horas que imparten, una «injusticia» en toda regla para todos ellos que si en algo coinciden es que su materia es indispensable para la buena educación de nuestros escolares.

Todos esgrimen sus razones, a cual más poderosa. Los filósofos se quejan de que con una hora menos de la asignatura estrella de la LOMLOE, Valores Cívicos y Éticos, un trasunto de aquella Educación para la Ciudadanía que puso en marcha José Luis Rodríguez Zapatero, se está poniendo en peligro el «pensamiento crítico y reflexivo» de nuestros escolares tan necesario para «garantizar ciudadanos libres, responsables y con capacidad de razonamiento autónoma».

Los tecnólogos lamentan, por su parte, que con el recorte horario no se van a fomentar «carreras técnicas como la Ingeniería, la Arquitectura o la Formación Profesional», estudios de extrema necesidad en Baleares donde ya se está notando el déficit laboral en este tipo de grados. Asimismo, arguyen que la Tecnología es fundamental para reducir la brecha de género vinculada a los estudios STEM (Science, Technology, Engineering, Mathematics). «Las niñas necesitan modelos femeninos en este campo y un entorno seguro donde desarrollar sus vocaciones», subrayan los tecnólogos, en línea con el anterior consejero de Educación, el socialista Martí March, que llegó a poner en marcha clases de robótica en educación primaria para disminuir esta «brecha de género».

Finalmente, los biólogos y los geógrafos, «preocupados por la importancia de la salud y el medio ambiente en el día a día de toda la población, y por la escasa alfabetización en estas cuestiones», han salido a la palestra para denunciar que la reducción horaria que les afecta impediría un conocimiento cabal de la «biodiversidad» y por lo tanto entender «las graves problemáticas ambientales», «temas importantes que nos afectan a todos», como lo son también los de salud, temas incomprensibles sin un conocimiento exhaustivo del cuerpo humano.

Al margen del típico defecto profesional del que nadie es totalmente ajeno, lo que más me ha llamado la atención de las críticas de filósofos, tecnólogos, biólogos y geógrafos es el tipo de argumentos que utilizan para movilizar a la opinión pública, resaltar la importancia de sus respectivas disciplinas y rechazar los nuevos planes de estudio. Todos ellos invocan argumentos utilitaristas y eminentemente prácticos (de tipo ideológico, económico, ético o de salud) en su deseo por acentuar su fuerte impacto sobre la sociedad. Todo un signo de los tiempos. Unos consideran que nuestros benjamines deben ser educados en un formidable espíritu crítico para formar ciudadanos responsables y libres; otros consideran irrenunciable «alfabetizarlos en salud y biodiversidad»; otros que consagren sus vidas a estudiar unos grados de los que una sociedad tecnológicamente avanzada como la nuestra no puede prescindir.

Todos los argumentos esgrimidos buscan reivindicar la utilidad que para la sociedad tienen sus disciplinas. Ni una palabra del acto gratuito de conocer por conocer, de saber por saber, de la belleza intrínseca de todas estas maravillosas materias. Lejos queda aquella famosa máxima de Aristóteles cuando decía que la filosofía era la más bella de todas las artes porque era la más inútil. Los saberes a aprender, vienen a decirnos estos gremios docentes, deben ser prácticos, incardinados en la vida diaria y social. Los problemas a resolver en estas disciplinas deben ser similares a los que se puedan encontrar en la vida cotidiana y ordinaria. El cuerpo humano debe conocerse por la indudable importancia que tiene nuestra salud. La biología debe estudiarse para que seamos conscientes de la biodiversidad (no del misterio maravilloso de la Creación divina) y hacer un planeta más sostenible. En realidad, todos, desde su estrecha cosmovisión, quieren jugar su papel de ingenieros sociales, conformando y dirigiendo la sociedad desde el egoísmo de sus intereses profesionales. En esto los humildes tecnólogos les llevan lógicamente ventaja por el carácter genuinamente aplicativo de sus habilidades pues, en realidad, los ingenieros nunca han pretendido otra cosa que aplicar a la realidad los conceptos teóricos inventados por físicos y matemáticos.

Esta dimensión utilitarista (social, política, económica o ética) de los conocimientos a aprender por parte de nuestros estudiantes, a juicio de los propios profesores, denota algo mucho más profundo y grave: la renuncia al conocimiento como tal. Renuncia a lo académico, a lo teórico, a lo que se escape de lo meramente práctico y útil. Renuncia a la idea de que el conocimiento es un fin en sí mismo, no un instrumento para ulteriores fines. Occidente se ha construido en base al conocimiento como acto gratuito, en realidad la mayoría de invenciones y descubrimientos han obedecido a la voluntad de conocer más que a sus eventuales aplicaciones prácticas. Inventos de algo tan prosaico como un reloj no respondieron en primera instancia a ninguna necesidad social o económica. Multitud de teorías matemáticas todavía a día de hoy no han encontrado ninguna utilidad práctica. Esta idea de bondad intrínseca del conocimiento sin atender a otras razones está en vías de extinción, incluso en la universidad. En la era posmoderna se hace difícil encontrar cosas que tengan valor por sí mismas y no valgan en función de o para, es decir, cosas que tengan sentido por su propia verdad intrínseca sin perecer frente a tanto funcionalismo agobiante.

Desgraciadamente, esta mentalidad utilitarista que prioriza los saberes que sirven a la vida real frente a los meramente académicos que no tienen un impacto directo en ella está llegando, como decía, a la universidad. Nos están llegando hornadas de cabecitas vacías que ignoran cualquier concepto teórico. Son estudiantes que todo lo que llevan aprendido lo han aprendido jugando o haciendo, pero no asimilando conceptos de forma sistemática, es decir, meditándolos, verbalizándolos y memorizándolos, para luego aplicarlos a la resolución de problemas. El resultado es que, a la hora de resolver cualquier problema que se salga de la receta que mecánicamente han aprendido a resolver como si fuera un algoritmo, no saben resolverlo porque no entienden lo que se les pide al ignorar los conceptos previos.

El problema que tienen estos protograduados universitarios es que no han asimilado ningún concepto en su vida. Pero cuando digo ninguno, es ninguno. De ahí que tiendan a dejar de lado la teoría de la asignatura, la vean como algo inútil, y pasen directamente a hacer algo práctico: los problemas. ¿Cómo los resuelven? Mecánicamente y sin entender lo que en verdad están haciendo, es decir, sin ningún sentido, precisamente lo contrario de lo que se propone la secta pedagógica cuando aboga por un conocimiento «significativo». Unos y otros ignoran que en el fondo nada es más práctico que una buena teoría.

El logos precede al mundo. El logos es lo que conforma la cosmovisión que tenemos del mundo y de la realidad misma. Un concepto es una idea que concibe, de ahí el sustantivo, el entendimiento de la realidad. En este orden. Desde la LOGSE socialista, origen de los males que acechan a la enseñanza en España, la secta pedagógica ha estado subrayando la importancia de los saberes aplicados a la vida real para que el alumno, «protagonista, constructor y descubridor» de su propio conocimiento, tuviera un conocimiento «significativo» (con significado) al que viera una utilidad «real». Los pedagogos han orillado la memoria, han tratado de convencer a tutti quanti de que se podía aprender «jugando y haciendo», dejando de lado los contenidos académicos. Buscaban así un aprendizaje más «significativo» gracias a un mayor bienestar emocional (el niño, si no siente, tampoco aprende) y una mayor vinculación con el entorno del niño. Un niño que no debía salir de su burbuja de la infancia, una vez desterrada la idea de que un niño no es más que un adulto en potencia al que se debe ayudar a convertirse en adulto. Así las cosas, dejado de la mano de Dios en aulas inclusivas, sin maestro que le instruya ni tradición en la que se apoye, el pobre alumno sólo podía encontrar algún sentido en lo ya conocido, en lo tangible, en lo material o sociológicamente real.

Esto es lo que les llevan pidiendo desde su tierna infancia a nuestros estudiantes nuestros pedagogos deweyanos, ni más ni menos, que por sí mismos «descubran» y «construyan» sus propios conocimientos con el mero «acompañamiento» -que no instrucción sistemática- del maestro. Como ven, la renuncia desde edades tempranas a la memoria, a los contenidos académicos y a la teoría (al conocimiento, en suma) para sustituirlos por un aprendizaje «significativo» pegado a lo meramente real y práctico nos ha llevado a un callejón sin salida. En la universidad, esta falta de conceptos teóricos, su falta de costumbre en asimilarlos y esta pereza mental labrada a fuego a lo largo de su educación primaria y secundaria les lleva a la falta de sentido en lo que hacen y estudian.

El utilitarismo social que pregonan filósofos, tecnólogos, biólogos o geógrafos para reivindicar sus asignaturas (más allá del grosero corporativismo que destila sobre cualquier idea de bien común y que pone de manifiesto una vez más que los docentes, más que servir a los alumnos solo aspiran a servirse a sí mismos) denota hasta qué punto el desprecio hacia lo académico propio de la pedagogía constructivista y progresista ha calado en el cuerpo docente. Y esta catástrofe, desafortunadamente, no hay reforma de planes de estudio que pueda remediarla.

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