José Carlos Llop: «Soy optimista, pero en mi obra hay una noción de fin del mundo que he conocido»
Entrevista al escritor y poeta mallorquín, que acaba de publicar 'Si una mañana de verano, un viajero'
José Carlos Llop (1956), escritor y poeta mallorquín, ha caracterizado su obra por una elegancia inusual. Abundante en lo exiguo, asume que escribir es el arte de la renuncia. Y la acepta. Su estilo, exquisito y minucioso, podría reducirle a esos pocos elegidos a los que Stendhal bautizó happy few.
Si una mañana de verano, un viajero (Alfaguara) es un viaje al paraíso escondido, casi secreto, de un transcurrir literario y personal. El suyo. En él, vuelca el peso del Mediterráneo y su cultura rememorando los días transcurridos durante 33 veranos de su vida adulta en una casa frente al mar en su Mallorca natal; una forma de vivir la canícula en esa costa montañosa y escarpada, salvaje, con casas que parecen colgar; en ese pequeño puerto de pescadores.
Con las letras de Llop, la calma de la isla, la cotidianeidad del día a día se funden con el mar, la brisa, la montaña y el malecón.
Aunque optimista, en su obra permea algo decadente, crepuscular, una especie de sensación de final de un tiempo, de una cultura, de un mundo —el de Europa—, el ocaso que él percibe —tal vez real.
Profesionalmente, ha vivido en una biblioteca. Para él los libros son la forma de entender el mundo; un mimbre. Dice que la escritura modela y modula, y que uno no sabe vivir del todo si no interpreta lo que le rodea a través de ella.
Como lector, hay dos libros capitales que le marcaron la infancia y, quizá, el existir: La Biblia y La Odisea. Pero también agradece toda su visión europeísta a las historias de Tintín. Ese reportero intrépido de tupé inolvidable que viajaba por los cinco continentes junto con su Milú, le ha permitido interpretar la política internacional, la esclavitud humana, el tráfico de armas, las invasiones, ocupaciones y tantas otras brechas.
Mira a Calvino, a Lampedusa o a Walcott y reconoce tener una raíz común a causa de esa impronta insular. De ahí, su guiño a Italo Calvino, pero trasladando al viajero de una noche de invierno a un entorno diurno y estival. Aunque ya le adelanto que en Si una mañana de verano, un viajero hay nieve —suerte de paisaje Varikino con aquella lejana casa de campo saqueada donde una casi imagina a la familia Zhivago—. Un manto blanco que él define como gótico le sirve de símbolo de algo que empieza y de algo que acaba.
Traductor y casi talismán de grandes autores, fue traducir a Derek Walcott y Patrick Modiano, y ganar el Nobel.
Dice él que a veces traduce poesía para entenderla mejor. Y reflexionando sobre el oficio de poeta, defiende que «la escritura de un poema propio es un don, una virtud, pero no un reto. Es una cosa superior».
Disfrute de este viaje con miradas que sellan alianzas e, incluso, un príncipe afgano y el evocador recuerdo de Kipling y El hombre que pudo reinar.
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