La verdad de Platón
El día que haya que analizar la caja negra para determinar el rumbo hacia el fondo del abismo de la España constitucional, se pondrá de manifiesto que los aparatos de navegación empezaron a fallar con la aprobación de la llamada «ley de memoria histórica» por el hasta hace poco tiempo peor presidente del gobierno de la democracia.
Me refiero al Rodríguez Zapatero que hoy alardea de su condición de pinche en la cocina de los chefs del socialismo totalitario del siglo XXI, y que tiene en su carrera de presunto estadista dos hitos señalados: si en su primera legislatura se dedicó a dividir y a enfrentar a los españoles, en la siguiente se esforzó en arruinarnos. Su correligionario Pedro Sánchez ha sido capaz de superar el récord, pues ha conseguido ambas metas en solo un mandato, lo cual parece misión imposible, salvo que lo tengas planeado, como parece ahora cada vez más evidente.
Aquella ley de 2007 venía con ínfulas de adanismo: pretendía ser la primera en haber articulado medidas de reparación a las víctimas de la Guerra Civil y de la dictadura cuando la realidad era que desde 1977 todos los gobiernos democráticos lo habían venido haciendo. La diferencia es que, a la hora de activarlas, los anteriores gobiernos de UCD, PSOE y PP no lo hicieron como excusa para levantar el garrote guerracivilista contra el adversario.
El registro de iniciativas parlamentarias en el Congreso de los Diputados relativas a la contienda civil y el franquismo permite determinar el momento en que se decidió por parte de la izquierda blandir aquel brutal enfrentamiento entre españoles como parte de una estrategia de deslegitimación del rival político, que ha llegado con Sánchez al paroxismo. Fue a partir del año 2000, con la victoria por mayoría absoluta de Aznar al frente del Partido Popular, cuando empezó a producirse un auténtico aluvión de iniciativas en las Cortes sobre estas cuestiones.
Los mismos que durante 14 años de poder socialista las habían dejado arrumbadas en el olvido, salían ahora a reivindicarlas como si no hubiera un mañana. Y no lo hacían por casualidad, sino en el momento crítico en que la izquierda había visto estrellarse su voluntad hegemónica sobre la sociedad española. El triunfo de Aznar demostraba que el electorado había identificado mayoritariamente al centroderecha con las nuevas energías modernizadoras de una España que podía mirar con confianza y seguridad al futuro, definitivamente liberada de los fantasmas del pasado.
Cierto es que tales reivindicaciones memorialistas se explicaban también por el relevo generacional, con unos hijos y nietos interesados legítimamente en conocer las historias familiares que sus padres y abuelos habían preferido silenciar.
El caso admirable de Emilio Silva, pionero en la búsqueda de los restos de su abuelo en una cuneta en Priaranza del Bierzo (León), es paradigmático. No hay nada que reprochar ante esta natural propensión, que comparto plenamente, por indagar en el conocimiento de las vicisitudes de nuestros antepasados durante la contienda fratricida a que dio lugar el golpe militar de julio de 1936.
Mi reproche va dirigido a aquellos «caínes sempiternos», que decía el poeta Luis Cernuda, que han encontrado en el falseamiento asimétrico y hemipléjico del horror y la barbarie de hace casi un siglo la principal motivación de sus políticas frentistas, disolventes y separadoras. Personajes que se pasean ufanos y engreídos con sus carteras ministeriales de «memoria democrática», impartiendo aquí y allá sus supuestas lecciones de historia, reivindicando a unas víctimas, pero estigmatizando al resto, y estampillando burocráticamente sellos de buenos y malos entre fantoches, monigotes y maniquíes producto de su imaginación acartonada, que en nada se parecen a los auténticos españoles de a pie que protagonizaron, vivieron o sufrieron la contienda.
Tecnócratas de la memoria artificial e impostada que jamás se han desgastado la retina en la consulta de esos legajos parduzcos o amarillentos de caligrafía casi indescifrable en los que las historias de esos españoles de a pie manan a borbotones, incontenibles en sus miserias y sus grandezas, en sus miedos y sus corajes, en sus mezquindades y sus generosidades.
Portavoces sectarios que hablan de la Guerra Civil infatuados y ensoberbecidos, que es como se habla cuando te refieres a la Guerra Civil de las consignas, pero no la de las personas que murieron por culpa de ellas.
Lo ha contado Fernando del Rey, y estoy seguro de que les ha sucedido también a muchos otros historiadores: uno sale de los archivos de la Guerra Civil con el corazón encogido. Nadie que haya levantado los ojos de esos legajos habrá dejado de sentir cómo se le emborrona la vista y un nudo en el alma ante las terribles vicisitudes de los españoles que, en su inmensa mayoría, no trataron de ganar la guerra, sino de sobrevivir a ella.
Al periodista Miguel Platón, gran estudioso de la Guerra Civil, le he escuchado contar, con los ojos nublados de lágrimas y la voz quebrada por la emoción, la gallardía del general Manuel Romerales ante el piquete de ejecución que lo fusiló en Melilla por negarse a secundar el golpe militar. También sé que cada vez que sale de los archivos lo hace con un profundo estremecimiento de compasión hacia todas las víctimas.
Así le ha sucedido con su último libro, La represión de la posguerra (Editorial Actas), sobre las penas de muerte ejecutadas por los franquistas al acabar la contienda. Un trabajo mucho más que exhaustivo, donde ha estudiado uno a uno los expedientes de revisión de las 30.000 sentencias a la pena capital dictadas por los vencedores.
Gracias a esta investigación, Platón ha logrado acreditar que las personas fusiladas en la posguerra fueron 15.000, la mayoría por delitos de sangre o por ser directos inductores de ellos. Hubo también muchas personas fusiladas por su condición de autoridad, consecuente con la defensa de sus ideas, y en este caso señalo en particular los nombres de Julián Zugazagoitia o Cayetano Redondo Aceña por sus conmovedoras historias personales, entre otros muchos.
El dato aportado por Platón esclarece por fin una delicada cuestión sometida siempre a controversia y discusión, cuando no directamente a la manipulación para, sin hacer constar fuente alguna, referir la existencia de entre 50.000 a 200.000 ejecuciones en aquel periodo. El propio Platón afirma que la cifra de 15.000 fusilados sigue siendo atroz, a lo que el autor añade una circunstancia que la hace doblemente penosa:
«El problema ético y político -escribe- era que también los nacionales habían cometido crímenes, sin que las familias de sus víctimas pudieran tener una reparación, puesto que los asesinos habían quedado generalmente impunes. Pero, sobre todo, las penas de muerte creaban nuevas víctimas, entre las que destacaban las esposas de los condenados y, especialmente, sus hijos menores, para quienes se abría una vida de dolor y muchas veces de miseria».
El libro de Platón no es un mero conteo. El autor se ha sumergido en centenares de historias personales, a través de una pormenorizada indagación en los testimonios que obran en cada expediente. El resultado es un estremecedor retablo de la guerra y la posguerra, con ese incesante caudal de humanidad doliente que brotó de aquellos tiempos de furia y odio.
Miguel Platón ha hecho un gran servicio a la verdad histórica, término al que se viene apelando cínicamente en los últimos lustros para enmascarar la mentira y la falsificación. Sin embargo, un rastreo en el buscador de noticias de Google muestra solamente cuatro entradas dedicadas a su libro, prueba de cómo interesa que la verdad sea silenciada. Todos apreciamos los libros que nos han ayudado a ser más libres, críticos y comprometidos con lo que nos rodea. La represión en la posguerra, escrito con el espíritu del «paz, piedad y perdón», de Azaña, es uno de ellos. Enhorabuena a su autor.
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